Normalmente, las políticas para fortalecer la integridad se diseñan bajo el supuesto de que quienes toman las decisiones están motivados para actuar de forma ética. En efecto, la mayoría de las personas se sienten comprometidas con la integridad y piensan que generalmente actúan en consecuencia. Sin embargo, las personas son en realidad menos congruentes y menos categóricas en sus decisiones éticas de lo que admiten ante sí mismas. A veces la persona ni siquiera se da cuenta de que su comportamiento se desvía de los estándares éticos. Esto se debe a que las justificaciones y el discernimiento parcial desdibujan la percepción de violación de la integridad. Las políticas públicas pueden, por lo tanto, tener efecto en las elecciones morales de los individuos, ya sea enfatizando o elevando sus puntos de referencia morales:
Hay amplia evidencia de que un pequeño mensaje, un “recordatorio moral”, suele ser suficiente para inducir a la reflexión ética. Dichos momentos de reflexión pueden integrarse a numerosas políticas.
Asimismo, se pueden invocar las elecciones morales mediante la creación de compromisos y preparando mentalmente a los individuos para las tentaciones de índole ética.
Finalmente, un control excesivamente estricto puede producir efectos adversos. El monitoreo excesivo de una regla basada en la confianza puede hacer que las personas la pasen por alto, creándose entonces un punto de partida hacia una conducta indebida grave.
Las decisiones éticas no se toman de manera aislada, sino como parte de la interacción social. Lo que otros piensan o hacen es importante. Las políticas de integridad se pueden mejorar teniendo en cuenta el entorno social en el que se aplican. El sentimiento de culpa es menor cuando se comparte, por lo que si varias personas se involucran en una conducta indebida, cada una se sentirá menos responsable. Repartir la carga de responsabilidad entre mucha gente puede crear un riesgo para la integridad.
Asimismo, defender el interés público se puede entender como un acto de reciprocidad indirecta, llevado a cabo con la confianza de que los demás harán lo mismo y la creencia de que la integridad beneficia a todos. Las políticas de integridad pueden reforzar tal comportamiento al crear un entorno institucional en el que la integridad sea considerada la norma. Hacer cumplir esta norma requiere, a su vez, un equilibrio entre infundir confianza e investigar y sancionar las violaciones de manera estricta. Las percepciones conductuales han demostrado que estas dos funciones ganan credibilidad si se separan; si, por ejemplo, son ejecutadas por diferentes instituciones.
Por último, un grupo que colectivamente le ha quitado el estigma a la conducta corrupta podría encontrarse en una trampa de acción colectiva. En esta situación, la motivación de un individuo para actuar con integridad deja de ser suficiente para romper el círculo vicioso y todo llamamiento moral caerá en oídos sordos. Tales situaciones deben ser identificadas y abordadas sistemáticamente mediante iniciativas procedentes de fuera del grupo y con una estricta aplicación de la ley.