Una transición verde que priorice el bienestar de los ciudadanos, podría ayudar a América Latina y el Caribe (ALC) a avanzar hacia un modelo de desarrollo más inclusivo y sostenible. En primer lugar, el presente capítulo describe la situación en la que se encuentra la región en materia de indicadores medioambientales. En segundo lugar, argumenta que la transición verde puede alinearse con las políticas de recuperación tras la pandemia del coronavirus (COVID-19). En tercer lugar, propone un enfoque multidimensional y sistémico para avanzar hacia una transición verde y justa, enfocándose particularmente en un modelo de desarrollo territorial sostenible y en las políticas necesarias para acelerar la transición hacia sistemas urbanos y de transporte sostenibles. Por último, el capítulo destaca los principales mensajes de políticas.
Perspectivas económicas de América Latina 2022
Capítulo 2. Aprovechar el potencial de la transición verde para construir un modelo de desarrollo más inclusivo
Abstract
Introducción
El cambio climático es una realidad apremiante que exige acciones a nivel local y regional para alcanzar los objetivos acordados a nivel mundial. Con las tasas actuales de emisiones globales de gases de efecto invernadero (GEI) será difícil lograr el objetivo establecido en el Acuerdo de París de limitar —para 2030— el calentamiento global a un máximo de entre 1.5°C y 2°C (IPCC, 2018[1]). Pese a que la contribución de América Latina y el Caribe a las emisiones globales se sitúa en torno al 8.1%, la región ha demostrado ser especialmente vulnerable a los efectos del cambio climático. Las consecuencias desiguales del cambio climático se sienten fuertemente en ALC, tanto en términos medioambientales como económicos y sociales. De no implementarse políticas de mitigación y adaptación inmediatamente,1 se prevé que los efectos del calentamiento global se intensifiquen en los próximos años y sigan afectando de manera desproporcionada a los países más vulnerables y a sus grupos socioeconómicos más expuestos.
La crisis del coronavirus (COVID-19) desaceleró significativamente el desarrollo en América Latina y el Caribe. Las estrategias de recuperación plantean la necesidad de repensar las políticas de salud, sociales y económicas, pero también abren una ventana de oportunidad para responder a la emergencia medioambiental y climática (OECD et al., 2021[2]). La región es especialmente vulnerable a las consecuencias del cambio climático, y, por ende, los costos de no adoptar medidas ambientales son altos. De manera que, resulta imperioso minimizar los riesgos aumentando la resiliencia, lo cual requiere entender mejor cómo contribuye la región al cambio climático y cómo se ve afectada por el mismo.
La región de ALC se encuentra en un momento crítico que brinda una oportunidad para actuar. La recuperación pos-COVID-19, la coyuntura mundial compleja y las trampas del desarrollo preexistentes en la región deben considerarse como un contexto estratégico para realizar cambios estructurales que ayuden a la región a avanzar hacia un modelo de desarrollo más sostenible, resiliente e inclusivo. Una transición verde y justa constituye una oportunidad única para avanzar en este sentido, concentrándose en la transformación y descarbonización efectiva de los sistemas en los que se sustenta la economía y la sociedad, para mejorar prácticamente todos los aspectos de la vida de los ciudadanos de América Latina y el Caribe.
Concebimos la transición verde como un medio para fomentar un modelo de desarrollo más justo y sostenible en América Latina y el Caribe. Este modelo debería contribuir a la eliminación de las actuales brechas sociales, económicas, institucionales y medioambientales, y a evitar que surjan otras nuevas (OECD et al., 2019[3]). La transición verde debería ir más allá de la lucha contra el cambio climático. Una transición verde y justa tiene como objetivo avanzar hacia un modelo de producción y consumo más ecológico y justo, que genere nuevos empleos “verdes” de calidad y cree las condiciones adecuadas para que los trabajadores adquieran competencias “verdes” y digitales. Además, debe ayudar a las empresas, especialmente a las pymes, a adoptar métodos de producción más sostenibles, incluidas aquellas en los sectores más contaminantes que serán los más afectados durante la transición. Una transición verde y justa también debería contribuir a la erradicación de la pobreza y a reforzar los mecanismos de inclusión social, sin concentrarse exclusivamente en mecanismos de compensación.
Una transición verde y justa debería adoptar un enfoque sistémico que genere mejores resultados socioeconómicos y sostenibles. Además, debería ser diseñada conjuntamente por los gobiernos y todos los miembros de la sociedad de diferentes grupos socioeconómicos, territorios, generaciones y géneros. La transición verde solo podrá alcanzarse si se logra un amplio consenso sobre el qué, el porqué y el cómo. Dado el efecto transformador de esta transición, resulta fundamental incorporar las políticas de mitigación y adaptación al clima como cuestiones transversales a los diferentes niveles y organismos del gobierno. De no integrar la dimensión social tanto de forma horizontal como vertical, se corre el riesgo de socavar el apoyo cívico a las reformas de políticas medioambientales que requiere la transición verde. Asimismo, un enfoque integrado permitiría que se tuviesen plenamente en cuenta las prioridades en materia de desarrollo social a lo largo de la transición verde, lo cual ayudaría a reducir drásticamente las desigualdades multidimensionales (AFD, 2020[4]).
En primer lugar, el presente capítulo describe la situación en la que se encuentra la región en materia de cambio climático y degradación medioambiental. En segundo lugar, argumenta que la transición verde debería ser una prioridad para América Latina y el Caribe y explica cómo puede ayudar a responder a los desafíos estructurales de desarrollo. En tercer lugar, propone un enfoque sistémico para orientar las políticas necesarias para una transición verde y justa, resaltando la relevancia que tienen los gobiernos subnacionales. Por último, el capítulo ofrece mensajes clave en materia de políticas.
Una transición verde exige una respuesta coordinada y sistémica para mitigar los efectos del cambio climático
A la velocidad actual, el calentamiento global alcanzará el umbral de 1.5°C entre 2030 y 2052 (IPCC, 2022[5]), lo que representa un plazo de tiempo corto, especialmente para las políticas ambientales. Debido a los niveles de emisiones de GEI de los cuatro emisores principales (la República Popular de China [en adelante, “China”], India, Estados Unidos y la Unión Europea), deben revisarse incluso los compromisos relacionados con el escenario que prevé un incremento de la temperatura de 2°C. Con las tasas de emisiones actuales de estos principales emisores, el resto del mundo perderá su margen asignado para emisiones, volviendo imposible el objetivo mundial en materia de emisiones de carbono que fija un umbral de 2°C (Bárcena et al., 2020[6]). Las medidas necesarias para dar respuesta al cambio climático plantean un reto desde una perspectiva internacional. Los plazos de las políticas de mitigación y adaptación son más amplios, debido a su complejidad y al efecto transformador que comportan, por lo que deben abordarse de manera urgente. En este sentido, resultan cruciales alianzas internacionales que coordinen los esfuerzos mundiales para lograr un reparto justo de la reducción de emisiones (Capítulo 6).
Las causas principales del cambio climático son la quema de combustibles fósiles y la deforestación. La actividad humana y las emisiones que genera están provocando cada vez más cambios en la temperatura de la atmósfera y de los océanos, la frecuencia de las precipitaciones y la formación de vientos, lo que tiene un impacto directo en el planeta (IPCC, 2021[7]) y también en el bienestar social. Las repercusiones negativas que se han observado en el medioambiente hacen insostenible el actual modelo de desarrollo basado en economías dependientes de los recursos naturales y extractivas, y exigen una respuesta coordinada.
Se necesita un enfoque pangubernamental que adopte las cuestiones medioambientales como eje transversal de las políticas públicas, para mitigar los efectos del cambio climático y crear un modelo económico más sostenible e inclusivo. La recuperación pos-COVID-19 ilustra la necesidad de una respuesta coordinada. En 2021, las emisiones mundiales de dióxido de carbono (CO2) remontaron hasta alcanzar un máximo histórico, al situarse en 36.3 Gt. Este incremento, superior a 2 Gt de CO2, ha sido el mayor de la historia en términos absolutos, sobrepasando la disminución observada durante el año anterior. A causa de la contracción económica provocada por la pandemia, en 2020 la mayoría de las economías registraron una reducción de las emisiones de CO2 de entre un 5% y un 10% con respecto a 2019 (IEA, 2021[8]). La evolución de las emisiones de CO2 procedentes de procesos industriales y de la combustión energética es un reflejo de las consecuencias de promover una recuperación centrada en “recuperar las sendas de crecimiento económico”. El avance registrado durante los años anteriores en términos de emisión de GEI y contaminación del aire se invirtió rápidamente en 2021, debido a que la recuperación se definió basada en el modelo económico prepandémico. Más allá de la recuperación de los indicadores productivos, es importante coordinar esfuerzos más amplios en materia de política hacia una transición continua de reducción de emisiones. De lo contrario, la tendencia seguirá siendo una senda de crecimiento económico impulsada por un elevado nivel de emisiones de carbono.
El cambio climático es un fenómeno global, heterogéneo y asimétrico que comporta desigualdades (Bárcena et al., 2020[6]). Así, afecta de manera desproporcionada a los más vulnerables, de modo que amenaza los esfuerzos de reducción de la pobreza. Se estima que, de aquí a 2030, entre 68 y 135 millones de personas de todo el mundo podrían caer en la pobreza debido al cambio climático (World Bank, 2020[9]).
La región de ALC debe de formar parte de la lucha mundial contra el cambio climático
ALC suele asociarse con mejores resultados ambientales al compararla con otros países con niveles de desarrollo similares o más alto, dado su porcentaje de emisiones totales de GEI respecto al total mundial. Los porcentajes regionales de las emisiones mundiales totales de GEI se encuentran distribuidos de manera desproporcionada. En 2019, Asia Oriental y el Pacífico registraron las emisiones más elevadas, con un porcentaje del 37.5%, mientras que Europa y Asia Central representaron un 14.4%, Norteamérica un 13.2%, el sur de Asia un 8.4% y la región de ALC un 8.1%, por encima de Oriente Medio y el Norte de África (un 7.5%) y del África subsahariana (un 7.3%) (Gráfico 2.1). El porcentaje de las emisiones totales de GEI que corresponde a ALC es proporcional a lo que representa su población en el total mundial (un 8.4%) y es ligeramente superior a su participación en el PIB global (un 6.4%) (Ined, 2022[10]; World Bank, 2022[11]), lo cual demuestra que la región sostiene el mismo modelo de desarrollo de las regiones que más emiten; intensivo en emisiones de carbono. Al analizar las subregiones, en 2019 el Caribe contribuyó con un 0.4% a las emisiones mundiales totales, América Central con un 1.7% y Sudamérica fue la que más GEI emitió, con un 6.1%.
Los datos de ALC muestran un incremento constante de las emisiones totales de GEI desde 1990, lo que pone de manifiesto su modelo de desarrollo. Entre 1990 y 2019, Brasil, México, Argentina, Venezuela y Colombia registraron sistemáticamente niveles de emisiones superiores a los de otros países de ALC (Gráfico 2.2).2 Esto explica el aumento sostenido de las emisiones de Sudamérica, superior al del Caribe y América Central3 e incluso al de los países de la OCDE, que por su parte han logrado reducir las emisiones totales promedio desde 2005 (Gráfico 2.3).4
El nivel de emisiones totales de GEI en ALC ha aumentado 1 223 Mt de CO2e entre 1990 y 2019, lo cual representa un aumento de 61%. En promedio, las emisiones en las tres subregiones han aumentado con un pico en 2015 y una leve disminución en 2019. Las emisiones totales de la subregión del Caribe aumentaron de 125.8 Mt de CO2e en 1990 a 155.4 en 2019. Pese a tratarse de un pequeño porcentaje de las emisiones totales de LAC (5%), esto representa un aumento del 23.5% para una región pequeña. Si se tiene en cuenta el cambio del uso del suelo y la silvicultura, las emisiones aumentan de 125.1 Mt de CO2e en 1990 a 180.4 en 2019, lo que representa un aumento del 44.2%. Las emisiones totales de América Central se incrementaron en un 70.5% durante el mismo período (Gráfico 2.3). Si se tiene en cuenta el cambio del uso del suelo y la silvicultura, el porcentaje se eleva al 54.4%. De hecho, la tendencia creciente de las emisiones totales de GEI de LAC indica que la región no es una excepción y que, para revertir esta tendencia, serán necesarias políticas ambiciosas de mitigación y adaptación.
En 2019, el nivel promedio de emisiones per cápita de GEI5 de ALC se equiparó al promedio mundial (6.3 t CO2e) y se situó por debajo del promedio de los países de la OCDE (9.1 t CO2e). Al comparar emisiones per cápita, los países del Caribe muestran los niveles más altos debido a una relación no proporcional entre el tamaño de su población y su intensidad de emisiones (Gráfico 2.5). Granada, Trinidad y Tobago y Barbados emitieron alrededor de 20, 21 y 13 t CO2e, respectivamente. Al analizar los 10 países con mayores emisiones totales, destacan Venezuela, Argentina y Paraguay con los mayores niveles de emisiones per cápita (9, 8 y 7 t CO2e, respectivamente) (Gráfico 2.4).6 Resulta crucial identificar la fuente de estas emisiones en cada país, para adoptar medidas de mitigación en los sectores más contaminantes.
Desde 1990, las emisiones per cápita de GEI se han mantenido constantes en gran medida (entre 5.5 y 6.4 t CO2e, sin contar el cambio del uso del suelo y la silvicultura, y entre 8.1 y 8.4 incluyendo el cambio del uso del suelo y la silvicultura), mientras que los países de la OCDE han avanzado de manera importante en la reducción de sus niveles promedio y por ello, ha disminuido la diferencia entre estas dos regiones. La subregión del Caribe presenta los mayores niveles de emisiones per cápita de ALC pero ha logrado reducirlas ligeramente, de 8.4 t CO2e en 1990 a 7.7 t CO2e en 2019 sin tener en cuenta el cambio del uso del suelo y la silvicultura (Gráfico 2.5)7 y de 11.5 a 10.7 incluyendo el cambio del uso del suelo y la silvicultura.
Los niveles de emisiones también evidencian una distribución histórica, injusta y desproporcionada de la responsabilidad entre los países ricos y pobres y entre sus diferentes grupos socioeconómicos (Guivarch, Taconet y Méjean, 2021[15]). La doble asimetría explicada anteriormente se muestra en el Gráfico 2.6. A nivel regional, destaca Norteamérica, pues el 10% de la ciudadanía con mayores niveles de ingreso emite 73 t CO2e per cápita. El mismo quintil muestra tendencias similares en Asia Oriental y Europa, con emisiones de entre 30 y 40 t CO2e per cápita. Incluso en regiones menos desarrolladas con emisiones totales inferiores, como América Latina o el África subsahariana persiste esta tendencia, aunque en menor medida (Gráfico 2.6) (Guivarch, Taconet y Méjean, 2021[15]).
Desde 1990, han aumentado de manera continua las emisiones de prácticamente todos los sectores de ALC, observándose el mayor incremento en el sector energético; 738 Mt CO2e de 1990 a 2019 (Gráfico 2.7).8 En el sector agrícola, las emisiones de GEI aumentaron un 100% entre 1961 y 2010 (Tubiello et al., 2014[17]), debido principalmente al auge de los sistemas de pastoreo extensivo en Sudamérica y América Central. En un período de tiempo más reducido y reciente (de 1990 a 2019), las emisiones procedentes de la agricultura aumentaron cerca de un 32%. Se prevé que las emisiones directas de GEI sigan creciendo un 1.1% anual entre 2022 y 2031, aunque la tasa de crecimiento de la producción es solo de 0.01% aproximadamente, lo cual indica que la producción emite dióxido de carbono de forma persistente e intensiva (OECD/FAO, 2022[18]). Aunque los sectores industriales y de residuos producen emisiones a menor escala, sus tasas de crecimiento han sido importantes (193% y 108%, respectivamente). Para reducir el aumento constante de emisiones en casi todos los sectores, las políticas y programas deberán ser focalizadas e incluir soluciones digitales adaptadas a cada sector, desde la agricultura de subsistencia a las energías renovables, y la intensificación tecnológica para una mayor competitividad e integración mundial.
La estructura de las emisiones de ALC es diferente a la de los países de la UE y la OCDE. Mientras el sector energético (que incluye las emisiones de edificios, electricidad y calefacción, transporte, fabricación y construcción, quema de otros combustibles y emisiones fugitivas) es responsable de un 83.5% de las emisiones totales de los países de la OCDE, y de un 80% en el caso de la UE, tres sectores representan el 88.3% de las emisiones totales de ALC, a saber, la energía (43.5%), la agricultura (25.3%, más del doble de la OCDE) y el cambio del uso del suelo y la silvicultura (19.5%) (Gráfico 2.8).9 Pese a que el sector energético es el más contaminante en las tres subregiones de ALC, cada una de estas tiene sus particularidades. En Sudamérica, los sectores con mayores emisiones son la agricultura (28.5%), el cambio del uso del suelo y la silvicultura (23.8%) y el transporte (13.4%). El caso del Caribe es ligeramente diferente con la electricidad y la calefacción (24.8%), seguidos por la agricultura (15.6%) y el cambio del uso del suelo y la silvicultura (13.4%, cifra muy similar a la del transporte, en un 11.1%). En América Central, la electricidad y la calefacción representan el 23.8% de las emisiones, seguido del transporte (21.4%) y la agricultura (16%). Un entendimiento más profundo de la estructura de las emisiones contribuiría a una estrategia productiva menos contaminante, que proteja los recursos naturales y evite las consecuencias a largo plazo respecto a la seguridad alimentaria y la vulnerabilidad ante las crisis externas (Capítulo 3).
El crecimiento de las emisiones del sector del transporte es el factor que más contribuye al aumento de las emisiones de GEI relacionadas con la energía en ALC (Bárcena et al., 2020[6]), seguido de la producción de electricidad y la calefacción (sector en el que la principal fuente de emisiones es el petróleo, seguido del gas natural y del carbón). Pese a que, entre 1990 y 2014, aumentaron las cifras correspondientes a estas tres fuentes de emisiones, desde entonces se han observado ciertos progresos: las emisiones de GEI procedentes del petróleo, el gas natural y el carbón han disminuido o se han mantenido constantes, lo cual demuestra el potencial de la región hacia una transición de cero emisiones netas (IEA, 2021[19]).
La pérdida de bosques es una tendencia dominante en la región (Gráfico 2.9), debido a los nuevos usos de la tierra para agricultura, silvicultura y ganadería y, en menor medida, a la expansión de las ciudades y la construcción de carreteras (ECLAC, 2021[20]). En los últimos 20 años, Brasil es el país que ha perdido la mayor superficie total de bosques (544 690 km2), al registrar una tasa de deforestación aproximadamente del 10%. La tala de árboles se ha acelerado en Brasil desde 2012, especialmente en los últimos años, pues en 2020 se deforestaron 11 088 km2. Por otro lado, pese a que la superficie de bosque afectada es inferior, Nicaragua y Paraguay también presentan las tasas de deforestación más elevadas de los últimos 20 años. Costa Rica y Chile destacan por haber conseguido aumentar la superficie de bosque. Una mejor capacidad gubernamental para asegurar el cumplimiento de las leyes, particularmente las relativas a la tenencia de la tierra, pueden garantizar los derechos de propiedad y ayudar a combatir la deforestación ilegal, así como las prácticas agrícolas y ganaderas insostenibles.
Los combustibles fósiles siguen dominando el suministro energético de ALC
El suministro total de energía primaria de la región sigue basándose de manera predominante en los combustibles fósiles, con un 66% en 2020, de manera que la región es vulnerable a las crisis mundiales relacionadas con este tipo de carburantes. Sin embargo, el suministro energético total de la región es mucho menos dañino para el medioambiente que en el resto del mundo, pues un 33% es renovable, frente al 13% a nivel mundial (Gráfico 2.10). Las principales fuentes de energía renovable de América Latina y el Caribe son la energía hidroeléctrica (9%), los biocombustibles como la madera y el bagazo (18.8%), la energía solar y eólica (5.1%) y la geotermia (0.9%). La segunda mayor fuente de energía es el gas natural (31%), que supera ligeramente el porcentaje que constituye el petróleo (30%), posiblemente debido a los efectos de la pandemia de COVID-19, seguido del carbón (5%) y de la energía nuclear (1%) (Gráfico 2.10). La tendencia de la región es de crecimiento absoluto y proporcional de las fuentes de energía renovables, principalmente la hidroeléctrica y cada vez más la solar y la eólica, seguidas de los biocombustibles. Entre los años 1970 y 2020, la principal fuente de energía se multiplicó por 2.44, mientras que el porcentaje de energías renovables creció con mayor rapidez, de un 25% en 1971 a un 33.6% en 2020, aunque debe tenerse en cuenta el descenso de la actividad económica (-6.8% del PIB en 2020) y del suministro de energía regional por la pandemia (Capítulo 3).
Los países de América Latina y el Caribe han venido implementando políticas orientadas a reducir su dependencia de los combustibles fósiles. Sin embargo, las emisiones generadas por el petróleo y el gas representan la principal fuente de contaminación de la región, al haber alcanzado el 90% o más del CO2e en países como Costa Rica, El Salvador, Paraguay y Uruguay. Pese a que la producción de energía mediante el uso del carbón ha disminuido en toda la región, algunos países de ALC siguen siendo enormemente dependientes de ella (p. ej., Chile, Colombia, la República Dominicana y Guatemala), experimentando las consecuencias de los niveles de contaminación asociados a esta práctica (Tambutti y Gómez, 2020[23]). No obstante, en 2019, Chile aprobó el Plan de Retiro del Carbón, cuyo objetivo es cerrar todas las centrales energéticas de carbón antes de 2040 y ya se han cerrado 5 de las 28 centrales existentes (Gobierno de Chile, 2021[24]). El Caribe tiene una gran dependencia de la energía generada mediante combustibles fósiles importados. Solo Trinidad y Tobago, Surinam y recientemente la Guyana poseen una cantidad significativa de recursos energéticos nacionales (ECLAC, 2021[25]).
La región ha disminuido ligeramente su intensidad energética en las últimas tres décadas, aunque principalmente debido a su reducido desarrollo industrial, las repercusiones del COVID-19 y la invasión de Rusia a Ucrania. En términos de consumo final de energía de la región, las principales actividades económicas son el transporte (36%), la industria (30%) y el sector residencial (17%), la agricultura, la pesca y la minería (6%), así como el comercio y los servicios (5%) (Sistema de Informacion energetica de Latinoamerica y el Caribe (SieLAC), 2020[22]). Los gobiernos deberían avanzar más rápido para mejorar la intensidad del uso de la energía en todos los sectores. La electrificación del transporte y la industria a través de las energías renovables puede ofrecer una alternativa para reducir significativamente la dependencia de los combustibles fósiles, mejorar la seguridad energética y aumentar en gran medida la eficiencia energética (por ejemplo, un vehículo eléctrico es 3 a 4 veces más eficiente que uno de combustión, aunque la electricidad debe proceder de fuentes renovables) (Capítulo 3). Esto debería complementarse con la promoción de sistemas de transporte público más eficientes para garantizar un enfoque de bienestar. También podría considerarse la energía nuclear, ya que no produce emisiones de GEI. No obstante, teniendo en cuenta los problemas de gestión de los residuos radiactivos, el riesgo potencial de accidentes y los problemas de seguridad que implica, los gobiernos deberían seguir de cerca la evolución de innovaciones prometedoras como la fusión nuclear a mediano plazo.
Los efectos del cambio climático golpean duramente a ALC
ALC es una de las regiones del mundo más vulnerables a las consecuencias del cambio climático. De los 50 países más afectados por la emergencia climática, 13 se encuentran en esta región10 según los datos relativos al periodo 2000-19 (Germanwatch, 2021[26]). Si se tienen en cuenta conjuntamente las catástrofes geofísicas y relacionadas con el clima, la región es la segunda más proclive del mundo a sufrir una catástrofe (OCHA, 2020[27]). Se estima que prácticamente la mitad de la población es alta o extremadamente vulnerable a los riesgos que generan los fenómenos climáticos (CAF, 2014[28]). En comparación con las dos décadas anteriores, el número promedio de sucesos meteorológicos relacionados con fenómenos climáticos extremos en ALC aumentó en la mayoría de los países entre 2001 y 2022, en comparación con las dos décadas anteriores (Gráfico 2.11). En total, de los 11 933 sucesos meteorológicos extremos relacionados con el clima que se registraron en todo el mundo entre 1970 y 2022, un 17.1% se produjeron en América Latina y el Caribe. Se prevé un aumento de la frecuencia e intensidad con la que se registran temperaturas cada vez más elevadas, precipitaciones extremas que provocan inundaciones y corrimientos de tierras, sequías, el aumento del nivel del mar, la erosión del litoral, la acidificación de lagos y océanos que provoca el blanqueamiento de los arrecifes de coral y las inundaciones ciclónicas, lo que tendrá consecuencias socioeconómicas adversas en la población (IPCC, 2022[29]). La vulnerabilidad de la región pone en evidencia la necesidad real y urgente de dar respuesta al cambio climático.
Los impactos del cambio climático varían en función de las diferencias geográficas, la capacidad de adaptación y los distintos niveles de vulnerabilidad socioeconómica (IPCC, 2022[29]). América Central y el Caribe son dos de las regiones más vulnerables del mundo,11 particularmente por su ubicación geográfica y su gran extensión costera, así como una elevada concentración de la población. Por lo tanto, la adaptación es una de sus principales prioridades de desarrollo (Bárcena et al., 2020[6]; Germanwatch, 2020[35]; Bleeker et al., 2021[36]). Más de la mitad de los países del Caribe se encuentran expuestos a los riesgos (CAF, 2014[28]) generados por sucesos meteorológicos extremos, como huracanes y fuertes tormentas, una mayor intensidad y frecuencia de las sequías, el aumento del nivel del mar y la acidificación del océano. En América Central, los sucesos meteorológicos extremos han aumentado, en promedio, un 3% anual en los últimos 30 años (IPCC, 2022[29]). Los grupos vulnerables de ambas regiones son los menos preparados y los más afectados por estos sucesos. Los hogares con ingresos más bajos del Caribe tienen mayor probabilidad de sufrir períodos más largos de desplazamiento tras un desastre natural, ya que podrían no recibir suficiente ayuda económica para reconstruir sus casas (Bleeker et al., 2021[36]). En Puerto Rico, tras el huracán María (2017), las familias de los quintiles superiores pudieron reconstruir rápidamente sus casas o incluso abandonar la isla, mientras que las familias más pobres esperaron meses o incluso años, por la escasa financiación de los esfuerzos desplegados para ayudarles (McCarthy, 2020[37]). Las graves consecuencias del cambio climático demuestran que es necesario seguir creando resiliencia y adaptarse a sus efectos actuales y futuros.
El cambio climático está teniendo una repercusión directa en la biodiversidad de ALC, la cual ha disminuido al doble de la velocidad observada en los países de la OCDE, en promedio. Chile, Ecuador y México registran los mayores descensos, pero se considera que todos los países de la región presentan tasas de “alto riesgo” (OECD, 2021[38]). ALC alberga importantes ecosistemas que están en riesgo por el cambio climático y estrategias de desarrollo insostenibles. El retroceso de los glaciares, el blanqueamiento de los arrecifes de coral o la pérdida de servicios ecosistémicos socavan la capacidad de los ecosistemas de proteger la biodiversidad contra riesgos cada vez mayores relacionados con el clima e incrementan el nivel de vulnerabilidad (IPCC, 2022[29]). En cuanto a la selva amazónica, se prevé que seguirá estando cada vez más amenazada por los incendios y la degradación forestal.
Las temperaturas promedio seguirán aumentando a lo largo de toda América Latina y el Caribe. La temperatura promedio registrada durante el período 1991-2020 estuvo más de 1°C por encima de la temperatura promedio de 1901-1930 (Gráfico 2.12). Los últimos 30 años han sido los más calurosos de la historia y los incrementos más marcados se han producido en países de latitudes situadas más al norte y más al sur de la región. Algunos lugares de Brasil y Paraguay, como Asunción, Belo Horizonte, Cuiabá y Curitiba, registraron las temperaturas más altas de su historia, y el Caribe, América Central y México se vieron afectados por olas de calor y temperaturas extremas. El 2020 fue uno de los años más calurosos de la historia de la región, uno de los tres más calurosos de América Central y el Caribe y el segundo más caluroso de Sudamérica. Los mayores incrementos de temperatura se registraron en el Caribe, lo cual confirma su mayor vulnerabilidad al cambio climático (WMO, 2021[39]).
El calentamiento global tiene consecuencias directas sobre los ecosistemas oceánicos y costeros. Además, es una de las principales causas del aumento del nivel del mar e incrementará la intensidad y la frecuencia de sucesos meteorológicos extremos en el Caribe. Más de un 50% de los caribeños vive a 1.5 km de la costa y un tercio vive en zonas de baja altitud. Dada la proximidad de la región a la línea del ecuador, el aumento del nivel del mar provocado por el aumento de las temperaturas seguirá erosionando las costas, dañando los ecosistemas y provocando pérdida de tierras, daños en los hogares, desplazamientos y cierre de empresas (Bleeker et al., 2021[36]).
El aumento de las temperaturas también incide directamente en otras fuentes de agua. La disminución de agua disponible es otro efecto del cambio climático que afecta particularmente a América Central. Para 2100, se prevé que el agua disponible per cápita en América Central disminuya un 82% y un 90%, en promedio, en escenarios con bajas y altas emisiones respectivamente (ECLAC/DFID, 2010[41]). La escasez de agua en ALC (por debajo del 15%) es inferior al promedio de la OCDE (20%); sin embargo, existe una gran heterogeneidad en la región. En países como Brasil, Colombia y Perú, el porcentaje de extracción de agua dulce está muy por debajo del 5%, mientras que en la República Dominicana y México, las cifras son superiores al 25% (OECD, 2021[38]). Aunque algunos de los cambios a largo plazo, como el aumento del nivel del mar, la acidificación de los océanos o el deshielo del Ártico sean irreversibles, todavía hay margen de maniobra para evitar las peores consecuencias, si se adoptan las políticas adecuadas (Capítulo 3) (Hickey y Wellenstein, 2021[42]).
La promoción de políticas de mitigación y adaptación en ALC requiere una comprensión más profunda de sus complejidades, mayor financiación y mayor coherencia de las políticas. La falta de información de calidad es uno de los obstáculos principales para mitigar y adaptarse mejor a los efectos del cambio climático en ALC. Los gobiernos de la región han de invertir en generación y análisis de datos, sensibilización, capacidad técnica y financiera, coordinación entre los hacedores de política púbica quienes podrían tener objetivos divergentes e integración de los sistemas de conocimiento local e indígena. Una adaptación y mitigación efectivas en materia climática deberían incluir información lo más detallada posible para identificar las áreas más expuestas y sus grupos más vulnerables. También es esencial disponer de datos fiables y específicos para crear más y mejores herramientas digitales de mitigación de riesgos (CAF, 2014[28]). La formulación transparente de políticas públicas, así como la investigación y el desarrollo de respuestas innovadoras al cambio climático dependen directamente de la disponibilidad de este tipo de datos. Los países de ALC deberían seguir reforzando la infraestructura estadística y avanzando en la construcción de bases de datos digitalizadas, la integración de herramientas para medir los riesgos y la formulación de políticas a partir de evidencia sólida. Estos esfuerzos han de redoblarse y coordinarse mejor, además de incluir al mayor número posible de partes interesadas (Capítulo 5).
Se necesita mayor financiación para implementar más y mejores políticas de adaptación. Durante 2019 y 2020, la financiación de políticas de mitigación en ALC se situó, en promedio, en 28 000 millones de USD, mientras que las políticas de adaptación solo recibieron 4 500 millones de USD (Capítulos 4 y 5) (Buchner et al., 2021[43]). Pese a heterogeneidad en la región, los resultados globales son positivos y ponen de manifiesto los motivos por los que ALC debería redoblar sus esfuerzos y aumentar los fondos destinados a políticas de adaptación. Las estrategias y políticas de adaptación orientadas a mitigar los riesgos climáticos a nivel local y nacional pueden reducir tanto la exposición como la vulnerabilidad ante los efectos del cambio climático. Algunas señales positivas de progreso indican que ALC puede aplicar más y mejores políticas de adaptación. Las zonas protegidas son el instrumento de política más importante que se ha implementado en la región para preservar la biodiversidad, principalmente la adaptación basada en los ecosistemas mediante la conservación y la restauración (OECD, 2018[44]). La región cuenta con la mayor superficie de biodiversidad protegida del mundo (8.8 millones km2) (RedParques, 2021[45]). En total, están protegidos un 25% de la superficie terrestre y un 24% de la superficie marítima, ambos porcentajes superiores al promedio de la OCDE. Desde el año 2000, la protección de la superficie terrestre ha aumentado en 9 puntos porcentuales, mientras que, en algunos países de esta región, la protección de la superficie marítima se ha duplicado con creces (Capítulo 3) (OECD, 2021[38]).
Asimismo, debería fomentarse la coherencia entre los objetivos a corto, mediano y largo plazo de las políticas de mitigación y adaptación, a fin de proteger mejor los logros obtenidos y alcanzar metas futuras. Para conseguirlo, se debe asegurar que las acciones de corto plazo sean compatibles con los objetivos a largo plazo y que se apliquen a las políticas existentes. Abordar los efectos transfronterizos y a largo plazo de las políticas ayudará a los gobiernos de ALC a tomar decisiones mejor fundamentadas en materia de desarrollo sostenible y, al mismo tiempo, velar por el bienestar de las generaciones futuras. Además de una financiación adecuada y de acceso a datos actualizados, los gobiernos pueden aumentar la coherencia de las políticas con la inversión en recursos humanos, la adquisición de nuevas competencias en los sistemas burocráticos locales, una gobernanza inclusiva y sistemas sólidos de monitoreo y evaluación (Capítulo 5) (IPCC, 2022[29]).
¿Por qué la transición verde debería ser una prioridad para ALC?
En ALC, los esfuerzos de los gobiernos para recuperarse de la pandemia del COVID-19 y contrarrestar sus efectos no han tenido en cuenta la dimensión medioambiental. Hasta el momento, no se ha aprovechado la oportunidad de dirigir el gasto en recuperación hacia sectores más transformadores y menos contaminantes. La recuperación ha dado una alta prioridad a la demanda de recursos no renovables, lo que pone en evidencia el carácter insostenible del modelo de desarrollo previo a la pandemia (ECLAC, 2022[46]).
La transición verde es un desafío estructural que ALC tendrá que afrontar eventualmente. El costo estimado que implica la inacción frente al cambio climático, evidencia los beneficios de la adopción temprana de políticas de adaptación y mitigación, especialmente en un momento en que la región está experimentando con mayor frecuencia e intensidad las consecuencias del cambio climático. Dado el impacto de la pandemia en la región, el contexto pos-COVID-19 brinda una oportunidad para combinar las medidas de recuperación con políticas verdes y avanzar hacia una transición justa que podría ayudar a incrementar los niveles de bienestar. Un nuevo modelo de desarrollo sostenible en ALC exige una transición verde que sea justa a lo largo del proceso de materialización, desde su concepción hasta su implementación (AFD, 2020[4]). Una transición verde también puede reducir la vulnerabilidad de la región a los efectos del cambio climático al mismo tiempo que se abren nuevas oportunidades de mercado orientadas al futuro.
Pese a la contribución relativamente menor de ALC a las emisiones totales de GEI, la región es enormemente vulnerable a los efectos del cambio climático. Los últimos 30 años han sido los más calurosos de la historia y los incrementos más marcados se han producido en países situados en latitudes situadas al norte y al sur de la región. En 2021, ALC sufrió varios sucesos meteorológicos extremos, como las bajas temperaturas y nevadas registradas en el sur de Brasil y las sequías y altas temperaturas del centro de Chile. En 2020, por quinto año consecutivo, la temporada de huracanes en el Atlántico fue inusual (IPCC, 2021[7]).
El cambio climático y la degradación medioambiental están teniendo un impacto social y económico directo. Muchos países de América Latina y el Caribe están experimentando una caída de la productividad agrícola, turística, así como movimientos migratorios provocados por el clima y altos costos de reconstrucción luego de un desastre natural. Las fuertes lluvias de 2016 en la República Dominicana causaron graves pérdidas económicas en cultivos como el plátano, la yuca y el boniato, mientras que la temporada de huracanes en 2017 causó una pérdida estimada de 52 millones de dólares al disminuir la actividad turística (OECD/UNCTAD/ECLAC, 2020[47]). Por su parte, las catástrofes naturales generan la necesidad de aumentar el gasto, lo que tiene una repercusión directa en los déficits fiscales y los ingresos públicos. En promedio, una catástrofe natural provoca una reducción de los ingresos públicos equivalente a un 0.8% y un 1.1% del PIB, en el caso de los países de ingresos medios bajos y los países de ingresos bajos respectivamente (Capítulo 1) (Alejos, 2021[33]). Para el Caribe, se calcula que el costo anual de la inacción frente a los efectos del aumento del nivel del mar será de 22 000 millones de USD anuales de aquí a 2050 (un 10% del PIB) y 46 000 millones de USD de aquí a 2100 (un 22% del PIB) (AFD, 2022[48]). En el caso de Haití y Puerto Rico, dos de los tres países más afectados del mundo entre 1999 y 2018, las pérdidas de PIB anuales alcanzaron el 2.38% y el 3.76%, respectivamente (Internal Displacement Monitoring Centre, 2022[49]). Si no se aborda pronto la degradación ambiental, los gobiernos de ALC tendrán que sumar los costos del cambio climático a los de la vulnerabilidad social. La relación entre dependencia de la biodiversidad y seguridad financiera ha demostrado ser muy estrecha y el costo que supone no adoptar medidas podría tener consecuencias económicas y sociales sin precedentes (Capítulos 1 y 4) (Bárcena et al., 2020[6]).
Una estrategia de recuperación que esté alineada con una transición verde brinda una oportunidad para superar las trampas del desarrollo de la región
La crisis generada por el COVID-19 ha provocado una desaceleración económica histórica en ALC. Alrededor del 25% de los empleos perdidos en 2020 no se recuperaron en 2021, lo que ha aumentado la brecha social que caracteriza a esta región (ECLAC/ILO, 2022[50]). La recuperación tras la pandemia puede ser un momento estratégico para hacer compatibles los objetivos de las políticas de ALC con una transición verde y justa. Las trampas institucional, medioambiental, de productividad y de vulnerabilidad social —que están estrechamente relacionadas— son los principales obstáculos de un crecimiento inclusivo y sostenible en la región (OECD et al., 2019[3]).
Una recuperación basada en inversiones destinadas a descarbonizar la economía y políticas de mitigación y adaptación al cambio climático podrían promover una matriz productiva más competitiva, impulsar la generación de empleo y aumentar la inclusión social (Capítulo 3). La mayoría de los países de América Latina y el Caribe adoptaron medidas para responder exclusivamente a los impactos de la crisis del COVID-19. Para favorecer la recuperación, se necesitan otras acciones encaminadas hacia un modelo de desarrollo más sostenible y resiliente. Progresar en la adopción de modelos de producción y consumo sostenibles y mejorar la calidad y cobertura de los servicios sociales es clave para la recuperación (ECLAC, 2022[46]).
Combinar estrategias de adaptación con las dimensiones social y económica a través de un enfoque sistémico podría ayudar a superar las trampas del desarrollo de la región. Un diseño de la transición verde que abarque todo el sistema podría ser una forma de abordar los costos que plantea toda transición transformadora. Combatir el cambio climático no es la única razón para avanzar en los esfuerzos de descarbonización, pues también puede contribuir al refuerzo de las instituciones públicas, ya que los gobiernos podrían aumentar la coherencia de las políticas y conseguir una sociedad más justa basada en un nuevo contrato social sostenible. Si se diseña adecuadamente, una transición verde puede ayudar también a aumentar el bienestar general de los ciudadanos de ALC (Capítulo 5). Un enfoque sistémico con una perspectiva multidimensional podría transformar la recuperación del COVID-19 en una oportunidad para avanzar en un modelo de desarrollo más sostenible e inclusivo. Convertir las políticas verdes en el eje central de la recuperación garantiza que los países inviertan en modelos económicos sostenibles a largo plazo, mientras que sacan el máximo provecho de la agenda verde internacional, la cual es cada vez más extensa (Capítulo 6), de las oportunidades de mercados emergentes y sus diversas iniciativas de inversión y financiación (IPCC, 2021[7]).
Integrar las dimensiones sociales en la transición verde es clave para lograr un mejor modelo de desarrollo
La estrecha interacción entre los seres humanos y su entorno pone de manifiesto la necesidad de enfrentar conjuntamente a los desafíos de desigualdad y degradación medioambiental (OECD, 2021[51]). Si no se subsanan, los efectos del cambio climático seguirán agudizando la pobreza y la desigualdad en la región. La transición verde puede ayudar a ALC a abordar todas las dimensiones de la desigualdad entre los diferentes países, grupos socioeconómicos, territorios, generaciones y géneros.
Tanto el cambio climático como la desigualdad son cuestiones acuciantes que demandan soluciones integradas a nivel subnacional, nacional, regional e internacional. El cambio climático agrava las desigualdades dentro de las sociedades y también entre los países. Los que están en desarrollo enfrentan una especie de “doble asimetría”, en el sentido de que quienes producen el mayor número de emisiones (los grupos sociales y países más ricos) tienen mayor capacidad para protegerse contra los efectos del cambio climático, mientras que quienes menos producen (los grupos sociales y países más pobres) son los que más sufren las consecuencias del cambio climático y tienen menos recursos para recuperarse (Tambutti y Gómez, 2020[23]; OECD, 2021[51]; ECLAC, 2020[52]). La primera asimetría se produce por el hecho de que el nivel de emisiones es un reflejo de la capacidad de consumo y, por lo tanto, reproduce modelos de desigualdad en los ingresos (Gráfico 2.6). La segunda asimetría se deriva de una distribución desigual del costo de la degradación medioambiental. El aumento de la temperatura ha afectado de manera especial a los países pobres (Tambutti y Gómez, 2020[23]) y sus grupos sociales más desfavorecidos. Tras el huracán Mitch (1998) en América Central, los hogares con bajos ingresos experimentaron mayores pérdidas relativas de activos (31%) que los no desfavorecidos (11%) (UNDESA, 2017[53]).
A nivel internacional, la transición verde brinda una posibilidad para reequilibrar la carga desproporcionada de los efectos climáticos sobre ALC a través de una cooperación internacional más estrecha (Capítulo 6). De no coordinarse esfuerzos nacionales a nivel internacional, la velocidad y efectividad de las políticas de mitigación y adaptación que se adopten en todo el mundo, particularmente en el mundo en desarrollo, seguirán siendo insuficientes (Capítulo 6) (IPCC, 2018[1]).
En el ámbito regional, la transición verde presenta varias oportunidades de promover una mejor colaboración e integración dentro de ALC. Los efectos del cambio climático también están agravando las desigualdades entre los países de ALC. La cooperación regional puede mejorar la generación de datos e información, la gestión de los recursos de agua, la producción y el consumo sostenibles y la gestión de la biodiversidad. Las iniciativas regionales basadas en una cooperación en favor de una transición verde y justa podrían ayudar a proteger los grupos más vulnerables. En ALC, el aumento del nivel del mar, las sequías, las inundaciones y los incendios forzarán a la población a migrar, lo que incrementará su vulnerabilidad. En 2017, tres millones de caribeños se vieron obligados a desplazarse por la temporada de huracanes en el Atlántico (Bleeker et al., 2021[36]). Según las predicciones, los efectos del cambio climático obligarán a cerca de 17 millones de latinoamericanos a migrar de aquí a 2050 (World Bank, 2021[54]). Los programas de reubicación coordinados a nivel regional contribuirían a anticipar y contener los movimientos migratorios provocados por el cambio climático y a reducir la exposición innecesaria al riesgo.
A nivel nacional, un nuevo modelo de desarrollo sostenible podría ayudar a reducir las desigualdades sociales entre diferentes grupos socioeconómicos. Los efectos conjuntos de la pandemia y el cambio climático agudizan la necesidad de un modelo más justo. Cerca de un 49.2% de la población urbana de ALC es pobre o extremadamente pobre (Bárcena et al., 2020[6]). La pandemia incrementó el número de personas que viven por debajo del umbral de la pobreza en la región y está previsto que, debido al cambio climático, se sumen a dicha cifra otros cinco millones de personas para 2030 (Hickey y Wellenstein, 2021[42]). Los gobiernos deberían centrarse en proteger a quienes más lo necesitan a través de programas sociales específicos (Capítulo 1). Puesto que el cambio climático amenaza con revertir los avances mundiales en los últimos 50 años en materia de salud, los programas nacionales de atención sanitaria podrían ser un elemento esencial de una transición verde más justa (Watts et al., 2015[55]; Landrigan et al., 2017[56]).
En el ámbito subnacional, la degradación medioambiental está acentuando las disparidades entre las zonas urbanas y rurales, así como sus efectos en los grupos más vulnerables. En algunas ciudades de América Latina, las altas tasas de segregación residencial socioeconómica incrementan la susceptibilidad de las personas que viven en barrios precarios a sufrir los efectos del cambio climático y otros fenómenos, como la exposición a olas de calor. Esto agrava, a su vez, los riesgos para la salud y la vulnerabilidad ante fenómenos climáticos extremos en función de su estatus socioeconómico (OECD et al., 2021[2]). Las elevadas tasas de urbanización y la expansión no regulada de las zonas urbanas han obligado a los grupos vulnerables a asentarse en zonas de alto riesgo con infraestructuras deficientes o inexistentes, por ejemplo, en terrenos inclinados proclives a sufrir corrimientos de tierras y en llanuras propensas a inundaciones. Quienes viven cerca de autopistas o parques industriales suelen estar expuestos a altos niveles de contaminación atmosférica. En Chile, por ejemplo, existe una marcada diferencia en la exposición a PM2.5 (materia particulada con un diámetro inferior a 2.5 μm) entre Magallanes, que registra la más baja (5.9 µg/m2) y Aysén, que tiene la más elevada (41.9 µg/m2) (Gráfico 2.13). Una transición verde con un enfoque sistémico ha de incluir diseños urbanos que internalicen los costos que tienen que asumir los ciudadanos de las zonas más pobres, dado que sufren las consecuencias más severas del cambio climático y, además, carecen de las capacidades necesarias para adaptarse.
Los efectos del cambio climático en las zonas rurales son especialmente relevantes en ALC. Las actividades agrícolas son particularmente sensibles al cambio climático, que previsiblemente producirá cambios en la estructura, los rendimientos y los ciclos de los cultivos. Es probable que algunos ciclos de cultivo se aceleren, lo que alterará las propiedades físicas del suelo y el suministro de agua para el riego, provocará una mayor evaporación y supondrá un mayor estrés para esos cultivos (Bárcena et al., 2018[58]). La economía de la región depende de manera importante de la agricultura, ya sea a través de la producción de subsistencia (de la que forman parte cerca de 15 millones de pequeños productores en ALC y entre un 20% y un 30% de los trabajadores del Caribe) o de las grandes industrias (CAF, 2014[28]). Los cambios observados en los patrones de precipitaciones, las sequías y los fenómenos climáticos extremos podrían empeorar de manera significativa durante la próxima década, lo que implica una mayor vulnerabilidad en relación con el trabajo agrícola y con la seguridad alimentaria y del agua (IPCC, 2022[29]). Los efectos del cambio climático tienen una repercusión directa en la productividad rural, de modo que podría incrementar la pobreza, en particular en América Central (IDB, 2021[59]), puesto que los ingresos reales dependen enormemente de la utilización de la tierra. La disminución de ingresos no solo se debe a una menor disponibilidad de terrenos fértiles dedicados a la producción agrícola y la ganadería, sino también a que el estrés por calor reduce forzosamente la productividad de los trabajadores. En la mayor parte de los casos, la capacidad de los productores para reaccionar y adaptarse a los efectos del cambio climático depende de su nivel de riqueza. En Perú, el aumento de la temperatura ha obligado a los productores a vender su ganado, trasladar sus cultivos a terrenos en barbecho, e incluir a los niños en sus actividades de producción agrícola para compensar el déficit de ingresos (IFS, 2018[60]).
La brecha de género también se está agudizando en ALC, puesto que las mujeres y las niñas son más vulnerables a los efectos del cambio climático (OECD, 2021[61]). Las mujeres son quienes se dedican principalmente a la producción de alimentos en los países en desarrollo y tienen una mayor dependencia de los recursos naturales. Por lo que se refiere al cultivo de alimentos, el impacto del cambio climático en las tierras y el agua afecta directamente sus cosechas (IUCN/GGO, 2015[62]). Esto no solo reduce la cantidad de alimentos que pueden llevar a casa las mujeres, sino también disminuye posibles iniciativas de venta a pequeña escala para conseguir independencia económica de sus parejas. En escenarios extremos, la caída de la producción agrícola podría provocar desplazamientos forzosos. En el corredor seco centroamericano, la supervivencia de un 62% de las familias pobres depende del maíz, los frijoles y el sorgo, todos ellos productos que podría ser imposible cultivar si las temperaturas siguen subiendo (Hickey y Wellenstein, 2021[42]). Las mujeres y las niñas, que también suelen encargarse de recoger agua, limpiar y cocinar, sufren de manera desproporcionada las consecuencias del cambio climático. Además de que la mala calidad de las conexiones de agua y las sequías obligan a recorrer distancias más largas y emplear más tiempo para ir a buscar agua, las inundaciones y los huracanes aumentan la exposición a situaciones de riesgo (OXFAM, 2018[63]).
La brecha de ingresos y la distribución desigual del trabajo doméstico agravan el impacto del cambio climático en las mujeres, puesto que su falta de acceso a recursos o la carga superior de actividades de cuidado doméstico disminuye su capacidad para recuperarse rápidamente de una catástrofe natural relacionada con el clima. Es probable que, tras un huracán o una inundación, sean las mujeres quienes se queden en casa para cuidar de los niños que no pueden ir a la escuela y de los familiares heridos. Esta responsabilidad implica un mayor riesgo para las mujeres de perder su empleo o sufrir una reducción salarial. Además, es menos probable que consigan empleo en programas de “trabajo a cambio de dinero” implementados tras una catástrofe para reconstruir infraestructuras (Bárcena et al., 2020[6]). Por otra parte, en situaciones de tensión, como las catástrofes climáticas, aumenta el nivel de violencia doméstica y las agresiones callejeras contra las mujeres (IPCC, 2018[1]). Las políticas verdes deberían promover y garantizar a las mujeres y niñas la adquisición de nuevas competencias para los futuros trabajos no contaminantes; así como fomentar la participación activa de las mismas a lo largo del proceso de toma de decisiones, garantizando así respuestas inclusivas (Capítulo 5) (IPCC, 2018[1]).
El cambio climático también afecta de manera desigual a las diferentes generaciones. Cerca de un 60% de los países registró un aumento del número de días en que la población estuvo expuesta a un riesgo de incendio muy alto o extremadamente alto entre 2017 y 2020, en comparación con el período comprendido entre 2001 y 2004. Durante el mismo período, en 72% de los países del mundo aumentó la exposición de la población a incendios (Romanello et al., 2021[64]). De aquí a 2050, la población de más de 65 años de América Latina se duplicará, lo que incrementará el número de adultos mayores vulnerables a las olas de calor y otros efectos (CAF, 2020[65]). La exposición al calor extremo es peligrosa para la salud, y el riesgo aumenta especialmente en el caso de las personas mayores de 65 años, las que viven en entornos urbanos y las que padecen alguna condición de salud pre-existente. El calor afecta de manera desproporcionada a las personas marginadas y con escasos recursos, porque tienen acceso limitado a sistemas de refrigeración, agua fresca y servicios de salud (Romanello et al., 2021[64]). Una estrategia activa de educación ambiental es clave para garantizar que las generaciones futuras valoren e interactúen de manera diferente con el medioambiente (Vona, 2021[66]), tras haber aprendido de las experiencias observadas con los métodos actuales de producción y consumo.
La utilización negligente de la tierra y la deforestación afectarán cuanto se podrá beneficiar cada generación de un medioambiente limpio y seguro. La superficie forestal de ALC descendió un 8.2% entre 2000 y 2020 (World Bank, 2021[21]), lo que significa que las futuras generaciones disfrutarán de un menor capital ecológico. La región desempeña un papel importante en la conservación de la masa forestal, ya que alberga un 23% de la superficie forestal mundial, incluyendo el Amazonas, la mayor selva tropical del mundo que comparten ocho países. Estos ecosistemas son esenciales para la mitigación y adaptación al cambio climático por su capacidad de absorber CO2. Además, prestan servicios medioambientales, al regular el ciclo del agua, proteger los suelos, suministrar recursos como la madera, medicamentos, alimentos y fibras, y brindar oportunidades de recreo y turismo. Más de la mitad de la superficie forestal del mundo se encuentra repartida entre tan solo cinco países, de los cuales Brasil es el segundo del mundo con una mayor superficie forestal. Mientras que la mayoría de los países de ALC sufrieron una importante pérdida neta de área forestal, Chile y Costa Rica aumentaron su superficie forestal entre 2000 y 2020 (Gráfico 2.9). Después de un largo período de deforestación durante el siglo pasado, Costa Rica aplicó políticas de recuperación y reforestación y ha conseguido aumentar la superficie forestal sustituyendo terrenos utilizados anteriormente para actividades ganaderas y de producción agrícola (ECLAC, 2021[20]). En Chile, la explotación masiva de bosques primarios y zonas de agricultura extensiva en lugares con elevados niveles de precipitaciones estaba erosionando suelos volcánicos y generando problemas de estabilidad y calidad del agua. Las políticas aplicadas desde 2015 se centran en la conservación de los bosques naturales y han animado a grandes empresas forestales a adoptar medidas en materia de desarrollo rural y financiar la prevención de incendios, lo que se ha traducido en la recuperación de terrenos forestales (European Forest Institute, 2019[67]).
Potenciar la transición verde con un enfoque sistémico puede mejorar el bienestar de los ciudadanos
La amplia variedad de estrategias de recuperación pos-COVID-19 ha demostrado que se pueden adoptar diversos marcos para construir un futuro mejor. El concepto de recuperación de cada país dio prioridad a diferentes objetivos económicos, sociales o medioambientales, así como las mejores estrategias para conseguirlos. La forma en que se conciben y armonizan estas prioridades políticas determina el tipo de estrategia de recuperación adoptada. Cada una de las estrategias de recuperación se distingue por la forma en que aborda la reducción de las emisiones de GEI y la integra con aspectos relacionados a alcanzar resultados de bienestar más amplios (p. ej., los ODS) (OECD/IEA, 2021[13]). A nivel global, la forma en que se conciba y ponga en práctica la recuperación determinará el nivel de inclusión que alcanzará la transición verde.
La estrategia de la Reactivación desvincula la recuperación de las cuestiones medioambientales y se centra exclusivamente en la recuperación económica y en medidas para alcanzar los indicadores económicos previos a la crisis, entre otros los relativos al PIB, creación de empleo, beneficios de las empresas y tasas de intercambio comercial. Pese a que este enfoque puede contribuir a la recuperación de determinadas economías, también ha revertido gran parte de los avances en materia medioambiental conseguidos durante los años previos en términos de emisiones de GEI o contaminación atmosférica. La estrategia de Desvinculación también concibe la recuperación en términos de crecimiento y producción, pero, a diferencia de la estrategia de Reactivación, establece como eje central de sus actividades a la mitigación. Su objetivo es desvincular el crecimiento económico de las emisiones de CO2, a través de iniciativas como la eficiencia energética o la transición hacia una economía con bajas emisiones de carbono. Sin embargo, esta estrategia de crecimiento verde no concibe la recuperación como una oportunidad para avanzar hacia políticas y modelos de consumo que se centren principalmente en el bienestar.
Un enfoque centrado en el Bienestar defiende una recuperación económica con bajas emisiones y que priorice mejoras en materia de bienestar. Desde este enfoque, el crecimiento del PIB podría no ser necesariamente un medio para aumentar el bienestar actual o futuro y, por lo tanto, no debe utilizarse como la medida de progreso agregada.12 Los países de ALC deberían cuidarse especialmente de adoptar una estrategia de recuperación centrada en maximizar el crecimiento del PIB a expensas de la degradación medioambiental, y sin basar sus decisiones en otros impactos más amplios en el bienestar (como la salud y la equidad), tal como defendería la estrategia de la Reactivación. Bajo una estrategia de recuperación de mayor Bienestar, el enfoque no es hacer más verde el crecimiento del PIB (como ocurre con la estrategia de Desvinculación), sino a diseñar sistemas que aumenten el bienestar al tiempo que reducen las emisiones y el uso de materiales. En la práctica, esto supone generar condiciones en las que sea más fácil y barato para la población elegir opciones sostenibles. Esta visión sistémica, que trasciende el PIB, tiene el objetivo de rediseñar los sistemas para conseguir mejores resultados. Con la estrategia del Bienestar, las políticas dejan de centrarse en resolver problemas específicos para diseñar sistemas que, para empezar, no generan dichos problemas.
Un enfoque de la transición verde específico para ALC debería dar prioridad al bienestar de los ciudadanos y reconocer las particularidades de esta región. El camino hacia un nivel de cero emisiones no debería limitarse a las estrategias de otras regiones, sino que debería ser el resultado de un análisis integral sobre cómo conseguir la transición sin menoscabar las oportunidades de desarrollo de la región. El enfoque de “responsabilidades comunes pero diferenciadas” y el Pacto de Glasgow (por el que los países desarrollados se comprometen a facilitar a los países en desarrollo 100 000 millones de USD al año para 2030) son dos elementos importantes para avanzar en materia de justicia climática mundial. Desde la época colonial, la historia ha mostrado las consecuencias que tiene no priorizar la preservación de los recursos naturales y el bienestar de los ciudadanos de América Latina durante los procesos de toma de decisiones. Siguiendo los principios de justicia climática, ALC debería perseguir una transición en la que la carga del cambio climático se comparta equitativamente con las regiones y los países más desarrollados (Gráfico 2.1). Además, un enfoque de la transición verde para América Latina debería centrarse en reducir las emisiones de los ciudadanos que más consumen y contaminan, usualmente aquellos que se sitúan en el quintil superior (Gráfico 2.6).
Una estrategia de Bienestar para la transición verde implica abordar los desafíos que plantea priorizar el bienestar de los latinoamericanos (OECD, 2021[38]). Desde 2011, la OCDE ha estado promoviendo un marco de bienestar que ofrece un enfoque integral para analizar y medir los factores determinantes del bienestar actual y futuro, más allá de medidas agregadas tradicionales como el PIB (OECD, 2021[38]). Este enfoque engloba varias dimensiones que determinan el bienestar actual de las personas (entre ellas los ingresos y la riqueza, el trabajo y la calidad del empleo, la vivienda, la salud, los conocimientos y las competencias, la seguridad y la calidad del medioambiente) y propone un conjunto más amplio de indicadores para hacer un seguimiento del desempeño y orientar la toma de decisiones. Para analizar las dimensiones del bienestar actual, mide los resultados de bienestar analizando promedios, privaciones y desigualdades ente grupos y entre aquellos que muestran mejores y peores resultados. Después, mide los fondos, los flujos, los factores de riesgo y la resiliencia de los recursos que determinarán el bienestar de las generaciones futuras (p. ej., el capital natural, humano, económico y social) (Gráfico 2.14).
Este enfoque de bienestar debería tenerse en cuenta para crear estadísticas nacionales y políticas, así como para promover el reconocimiento del bienestar multidimensional, por ejemplo, midiendo todas las dimensiones que afectan al bienestar de la población más allá de los ingresos (OECD, 2021[38]). Medir el bienestar a través de las desigualdades suele revelar amplias disparidades entre países y también dentro de estos. En el contexto de la política medioambiental, resulta especialmente pertinente mirar más allá de los promedios, pues las repercusiones de la degradación medioambiental suelen concentrarse entre los grupos y hogares vulnerables (OECD, 2021[51]). Además, un enfoque de bienestar exige reestructurar sistemas de medición en relación con resultados de bienestar (p. ej., mejores resultados de aprendizaje) en lugar de centrarse en los resultados intermedios (p. ej., una mayor cobertura educativa) (OECD, 2019[68]).
Conseguir sistemas que, por su diseño, puedan mejorar el bienestar y también reducir el consumo de energía y materiales, y por ende las emisiones, requiere la formulación de políticas que entiendan y redefinan los sistemas insostenibles actuales. Usualmente, se adoptan enfoques analíticos, en lugar de sistémicos, lo que deja a los gobiernos sin las herramientas necesarias para diseñar acciones efectivas para la mitigación y adaptación al cambio climático. Un enfoque analítico consiste en resolver problemas dividiéndolos en partes e intentando optimizarlas. Por ejemplo, los países realizan considerables esfuerzos para mejorar la eficiencia energética de los vehículos (una parte de su sistema de transporte) o para electrificarlos. Estos esfuerzos se centran en reducir el resultado no deseado (es decir, las emisiones) por unidad de producción (p. ej., los kilómetros recorridos en un auto). Sin embargo, la evidencia muestra que el aumento del número global de vehículos y kilómetros recorridos (impulsado por el funcionamiento de sistemas dependientes de los automóviles) contrarrestan la reducción de emisiones que se consigue con dichas políticas (Lamb et al., 2021[69]).
Problemas complejos como el cambio climático o la pobreza rara vez son causados por partes específicas de un sistema, sino más bien por la forma en que se organizan e interrelacionan sus partes. Los enfoques analíticos suelen obviar parcialmente los sistemas que generan los resultados que sus políticas pretenden abordar, y por tanto suelen hacer supuestos acerca de determinadas tendencias o comportamientos. Por ejemplo, el pensamiento analítico provocó décadas de políticas de transporte que partían del supuesto de que el número de vehículos en circulación aumentaría y también la congestión como consecuencia inevitable del progreso. Por ello, las políticas de transporte se centraron en aumentar la capacidad de las carreteras, pero terminaron por agravar la congestión y esto afectó directamente a la acción por el clima.
Bajo una visión sistémica, la lucha contra el cambio climático no se limita a reaccionar o anticipar tendencias inevitables. En cambio, brinda la oportunidad de modificar tendencias mediante un nuevo diseño de los sistemas subyacentes a dichas tendencias. Además, cuando las políticas se formulan con una perspectiva sistémica, lo que solían ser compensaciones entre los objetivos climáticos y de bienestar pueden convertirse en sinergias (OECD, 2019[68]).
La OCDE apoya la adopción de un enfoque sistémico para que los hacedores de política pública replanteen una acción por el clima encaminada a mejorar el funcionamiento del sistema y acelerar la transición a sistemas que, por diseño, tengan cero emisiones netas (OECD, 2021[70]). La OCDE ha creado el proceso Systems innovation for net-zero process (Innovación en sistemas para cero emisiones netas),13 que se basa en replantear los sistemas y consta de tres pasos: 1) visualizar los resultados que un sistema que funcione correctamente puede alcanzar; 2) entender por qué el sistema actual no está logrando dichos resultados, cuales esquemas mentales favorecen un sistema así y cómo se podría rediseñar para obtener mejores resultados; y 3) identificar políticas capaces de transformar o rediseñar los sistemas existentes (Gráfico 2.15). Este modelo podría servir de marco para que los responsables de las políticas diseñen y lleven a cabo transiciones verdes, promoviendo, además, la importancia de la coherencia entre las diferentes dimensiones y períodos de tiempo de las políticas (Capítulo 5).
Pensar en sistemas que favorezcan el desarrollo territorial sostenible
El proceso de urbanización de ALC ha tenido consecuencias económicas y sociales favorables, como un mayor dinamismo de las actividades de producción, el desarrollo de los servicios, una mayor productividad y un mayor aprovechamiento de las economías de escala (ECLAC/MINURVI/UN-Habitat, 2017[72]). Sin embargo, la ausencia de un enfoque sistémico también ha tenido consecuencias negativas, como la contaminación atmosférica y las emisiones de GEI, problemas de salud y contaminación del agua, todos ellos factores que socavan las bases del dinamismo económico (Bárcena et al., 2020[6]).
La contaminación atmosférica es el mayor riesgo ambiental para la salud del mundo (UNECE, 2021[73]). De sus componentes, la PM2.5 es la que tiene un mayor impacto. Aunque las emisiones de PM2.5 son, en promedio, más bajas en las ciudades de América Latina que en el sudeste de Asia o en Norteamérica, los niveles han ido aumentando con mayor rapidez últimamente (Florczyk et al., 2019[74]). Conforme crecen las ciudades latinoamericanas, sus niveles de contaminación también lo hacen (Gouveia et al., 2019[75]). En general, las emisiones de CO2 han aumentado con mayor rapidez que la población de las ciudades, lo que ha generado un aumento del CO2 per cápita en toda la región.
Desde 1950 se ha duplicado el porcentaje de personas que viven en zonas urbanas de ALC (UNDESA, 2019[76]). Sudamérica es la región más urbanizada de ALC (84.6%), por encima del grupo de países de altos ingresos (81.9%). Estas cifras, que son ligeramente más bajas en América Central (75.4%) y el Caribe (72.2%) siguen siendo muy superiores a las de otras regiones en desarrollo, como el África subsahariana (41.4%) y el sur de Asia (36.6%) (Gráfico 2.16). El Caribe ha registrado el mayor aumento en términos de urbanización, de un 36.3% en 1950 a un 72.2% en 2020. En particular, los países que han experimentado mayores aumentos de la urbanización son la República Dominicana (del 23.7% al 82.5%) y Haití (del 12.2% al 57.1%) (UNDESA, 2019[76]). La rápida urbanización del Caribe ha tenido repercusiones directas en el medioambiente. La mayoría de los avances urbanos, industriales y comerciales no siguieron un diseño urbano sostenible. Las actividades, incluido el turismo y su infraestructura, han contribuido por lo tanto a la destrucción del hábitat natural, la transformación del paisaje y la erosión costera (Ecosystem Profile, 2019[77]). Los residentes e infraestructuras de muchas zonas metropolitanas de ALC que experimentaron una rápida urbanización ahora se enfrentan a importantes riesgos relacionados con el clima, como las llanuras aluviales o los terrenos en pendiente propensos a sufrir corrimientos de tierras. Se prevé que este tipo de riesgos aumente en el futuro (IPCC, 2022[29]).
Los territorios con una alta dispersión urbana, que dependen de los automóviles, tienen un desempeño deficiente en términos de bienestar
El transporte es una de las principales fuentes de contaminación atmosférica y altos niveles de emisiones de GEI, en parte por la gran extensión que tienen los países de ALC. En las ciudades de América Latina, el transporte privado motorizado es responsable de un 75% de las emisiones de CO2 y produce un 82% de los contaminantes de PM10, ambos factores vinculados de manera negativa a los resultados en materia de salud (Vasconcelos, 2019[79]). Además, el transporte terrestre del Caribe es el segundo sector más responsable por el consumo de energías fósiles. Esta subregión tiene una de las tasas de motorización de vehículos más elevadas del mundo, con 201 automóviles por cada 1 000 habitantes. En los países de ALC, el trazado urbano y la disponibilidad y calidad del transporte público influyen en el uso del automóvil y configuran territorios dispersos y dependientes del automóvil privado (urban sprawl) (ECLAC, 2020[80]). Este concepto se refiere a la dinámica en la cual las personas se alejan de los centros de las ciudades, pero igual siguen desplazándose diariamente a dichos centros. En gran medida, esto es el resultado de décadas de políticas de transporte y ordenamiento territorial miopes (o a veces de la ausencia de estas políticas). Aunque esta sección se centra en el transporte, el enfoque sistémico también se puede aplicar a otros sectores en los países de ALC. Si se aplica al sector residencial, por ejemplo, este tipo de enfoque puede evidenciar los factores que han promovido la dispersión urbana (los motivos por los que la gente “decide” irse de los centros de las ciudades) y, de este modo, informar las decisiones en materia de políticas dirigidas a frenar esta tendencia.
Los territorios dispersos y dependientes de los automóviles obtienen malos resultados en materia de bienestar presente y futuro de los ciudadanos. Entre los resultados no deseados están la congestión del tráfico,14 el aumento de las desigualdades, la perpetuación de la pobreza, las muertes en carretera, las elevadas emisiones, la contaminación atmosférica y la reducida capacidad para adaptarse al cambio climático. En la periferia se encuentran la mayoría de asentamientos de bajos ingresos (ITF, 2019[81]; IDB/ITF, próximo a publicarse[82]) y, tras décadas de inversiones en transporte orientadas en gran medida a la construcción de autopistas (ECLAC, 2020[80]; Lardé, 2021[83]; Sanchez et al., 2017[84]), estas zonas carecen de una infraestructura de transporte público adecuada, lo que impide que los grupos vulnerables accedan con facilidad a un trabajo (ITF, 2020[85]). Asimismo, con un trayecto de duración similar, los habitantes de las zonas periféricas de Bogotá tienen acceso a cuatro veces menos oportunidades de trabajo usando el transporte público (cerca de 20 000 trabajos) que quienes viven en el centro de las ciudades (IDB/ITF, próximo a publicarse[82]). La predilección por las autopistas atenta directamente contra el bienestar de los ciudadanos ya que, de todos los modos de transporte, el de autopista es el que mayor emisiones de CO2 genera (entre 55 y 256 gramos por tonelada-kilómetro), una cifra mucho más elevada que la del transporte marítimo (entre 11 y 101), transporte fluvial (entre 17 y 38) y ferroviario (entre 2 y 21) (ITF, 2022[86]).
La infraestructura de muchas ciudades de América Latina prioriza la movilidad en automóvil, por lo que este es el modo de transporte que ofrece mayor acceso a oportunidades en comparación con otros modos como el transporte público. En Ciudad de México, los usuarios de vehículos tienen 13 veces más posibilidades de acceder a otras personas en 30 minutos15 (y las oportunidades esenciales que esto representa), que los usuarios del transporte público. Si se excluye el transporte público informal, las posibilidades de los usuarios de vehículos son 20 veces mayores. En Bogotá, los automóviles también ofrecen acceso a un número de personas considerablemente superior que otros modos de transporte (Gráfico 2.17) (ITF, próximo a publicarse[87]). En comparación, el acceso a oportunidades en ciudades como Londres y París es relativamente similar, independiente del modo de transporte que se utilice, lo cual pone en evidencia que su sistema de transporte y su planificación urbana son más efectivos. En ALC, los hogares con bajos ingresos que no se pueden permitir un automóvil16 son “usuarios cautivos” del transporte público (y, más recientemente, del uso de la motocicleta); dedican más tiempo en desplazamientos que los hogares de ingresos más altos, que sí pueden permitirse un automóvil, se enfrentan a condiciones de desplazamiento inseguras y pueden tener que pagar múltiples billetes por desplazamiento. En las ciudades brasileñas de más de 60 000 habitantes, el tiempo de desplazamiento promedio en transporte público es de 36 minutos —más del doble de los 15 minutos que se tardaría en realizar ese mismo desplazamiento usando un transporte individual— (Vasconcelos, 2019[79]).
Los territorios dependientes de los automóviles y con una gran dispersión también tienen un mal desempeño en términos de sostenibilidad medioambiental y adaptación, lo cual repercute de forma negativa en el futuro bienestar de los ciudadanos. Las elevadas cifras de vehículos privados resulta en mayores volúmenes de desechos de aceites, neumáticos y vehículos usados, lo que contamina las vías fluviales e incrementa el uso de la tierra destinada a rellenos sanitarios (ECLAC, 2021[25]). Los territorios dispersos y que dependen de los automóviles son muy difíciles de descarbonizar. En primer lugar, el uso de motocicletas y automóviles privados, en rápido crecimiento, contrarrestará la reducción de emisiones obtenida con vehículos menos contaminantes (Lamb et al., 2021[69]). En segundo lugar, la descarbonización es costosa y lenta, puesto que implica incentivar el cambio de las grandes flotas de vehículos a tecnologías más limpias. En tercer lugar, los esfuerzos por descarbonizar las ciudades dispersas y dependientes de los automóviles en aras de obtener resultados medioambientales, puede comprometer otros resultados de bienestar como la equidad, por lo que resultarán poco atractivos desde el punto de vista político. En cuarto lugar, los costos de oportunidad entre las acciones por el clima y objetivos medioambientales más amplios pueden socavar la colaboración entre diferentes partes del gobierno. Los territorios dispersos pueden reducir además la capacidad de las aglomeraciones urbanas para adaptarse al cambio climático. Dado que son intensivos en espacio y disponen la mayor parte del espacio público al uso de vehículos,17 los territorios dispersos reducen el espacio disponible en las ciudades para zonas verdes (necesarias para hacer frente a las olas de calor) y causan la expansión del desarrollo integrado a ecosistemas naturales que anteriormente prestaban servicios ecológicos (como la absorción de agua para hacer frente a las inundaciones).
Tres círculos viciosos que revertir
A medida que las ciudades se han ido expandiendo, los recursos destinados al transporte público (especialmente para el transporte masivo) y activo se han quedado rezagados, en especial fuera de las ciudades capitales. La desregulación de los servicios de transporte público de esta región durante la década de los ochenta también contribuyó a la degradación del servicio de transporte público, ya que se dio prioridad a los beneficios por encima del mantenimiento, la expansión de los servicios y la introducción de mejoras.18 En paralelo a la priorización de infraestructuras para el uso de automóviles, el ordenamiento territorial se ha concentrado en el desarrollo de un solo uso. Tanto las viviendas sociales de bajos ingresos como los vecindarios cerrados para personas con altos ingresos se encuentran actualmente concentrados en las afueras de las ciudades, lejos de los servicios y las actividades y, con frecuencia, con una densidad inferior a la de los centros urbanos, lo que incrementa la dependencia de los automóviles. Estas prioridades políticas han dado lugar a sistemas de transporte y urbanos organizados en torno al desplazamiento en automóviles y en gran medida se ven impulsados por tres dinámicas insostenibles e interrelacionadas: la demanda inducida, la dispersión urbana y el deterioro de modos de transporte compartidos y activos (Gráfico 2.18). Estas dinámicas son la causa de que se haya incrementado el uso del automóvil en la región. Entre 2007 y 2014, la propiedad de vehículos privados aumentó un 35% en ALC (CAF, 2016[88]) —una tendencia que sigue observándose en la región y en otras partes del mundo—.
La demanda inducida se refiere a que la inversión pública en carreteras para el uso de automóviles termine provocando una mayor congestión del tráfico en lugar de reducirla. Esta dinámica funciona del siguiente modo: las inversiones públicas para aumentar la red de carreteras (1) influyen de forma importante en la promoción de la dispersión urbana. Conforme aumenta la capacidad de uso de automóviles (2), también lo hace la zona de atracción (7). La demanda inducida se produce cuando la inversión pública en carreteras termina provocando una mayor congestión del tráfico en lugar de reducirla. Tal como se esquematiza en el Gráfico 2.18, la inversión pública en la red de carreteras (1) provoca un aumento de la capacidad de uso de los automóviles (2). Si bien el objetivo de dichas inversiones es reducir el tiempo de desplazamiento (y, por lo tanto, la congestión) (3), terminan teniendo el efecto contrario. Al reducirse el tiempo de desplazamiento (congestión) (3), el atractivo que supone conducir y poseer un automóvil (4) aumenta, lo que lleva a la población a “elegir” los vehículos y no otros modos de desplazamiento y provoca un aumento del volumen de tráfico (5). Cuando el volumen de tráfico (5) aumenta, lo hace también la congestión (3), lo que genera presión pública (6) sobre los responsables de las políticas para que la reduzcan. La mayoría de los países han reaccionado a esta presión invirtiendo aún más en ampliar la red de carreteras (1), de modo que el ciclo vuelve a comenzar, en lugar de resolverse el problema.
Tanto la demanda inducida como la dispersión urbana agravan el deterioro del transporte público y otros modos de transporte activo, lo cual representa el tercer círculo vicioso que ocasiona un aumento del uso de los automóviles y, por ende, de las emisiones. A medida que se incrementa el número de personas a las que se “induce” a conducir automóviles, y los hacedores de políticas responden a dicha “elección” aumentando aún más la capacidad de uso de los automóviles (2), el volumen del tráfico (5) de vehículos motorizados aumenta, al igual que el espacio y los fondos destinados a estos modos. No es de extrañar, por lo tanto, que en dichos sistemas el transporte público y los modos activos no sean atractivos (8), pues el transporte público suele tardar más y ofrece acceso a menos lugares que si se conduce un automóvil, e ir en bicicleta no es seguro.
En conjunto, estas dinámicas generan territorios en los que la mayoría de la población debe recorrer largas distancias a diario y las motocicletas o los vehículos privados son las opciones más atractivas para la mayor parte de estos desplazamientos. Como consecuencia, estos son los modos que “elige” la mayoría de las personas en cuanto pueden permitírselo. Entender las dinámicas anteriores permite a los responsables de las políticas observar que esta “elección” no es en realidad una preferencia individual, sino el resultado del diseño de los sistemas. Si se hace una analogía con la dieta, los sistemas de transporte “no saludables” serían aquellos en los que la mayoría de la gente utiliza vehículos a motor (el azúcar y la grasa en una analogía con la dieta) para la mayoría de sus desplazamientos (Gráfico 2.19). Los sistemas de transporte “saludables” son aquellos en los que la gente puede ir a los sitios a pie, en bicicleta y usando sistemas de micromovilidad o movilidad compartida en la mayoría de sus desplazamientos, mientras que los modos con altas emisiones y que hacen un uso intensivo del espacio se emplean con menos frecuencia. Esta “dieta” es posible gracias a: 1) la proximidad entre las personas y los lugares a los que han de desplazarse; y 2) la asignación de inversiones y espacios públicos priorizando modos compartidos y activos, a fin de que resulten más cómodos y la población los elija con mayor frecuencia. Por diseño, el “sistema saludable” necesita menos energía para funcionar y emite menos carbono, brinda menos movilidad pero una alta accesibilidad,19 ofrece un acceso más equitativo y seguro a oportunidades, y promueve estilos de vida más saludables.
Políticas para transformar los territorios y conseguir mejores resultados medioambientales y de bienestar
Los países de ALC han de centrar sus esfuerzos en políticas que puedan transformar sus sistemas de transporte para acabar con la dependencia de los automóviles. Dos de estas políticas son las siguientes:
La reasignación de espacios públicos es una política clave para revertir la dinámica de la demanda inducida y además puede contener la dispersión urbana y el deterioro de los modos de transporte activo y compartido (Gráfico 2.18). Reequilibrar la utilización de los espacios entre los diferentes modos y usos podría dar lugar a que “desapareciese el tráfico”, el fenómeno opuesto al incremento del uso de vehículos y motocicletas observado en ALC. Los “superbloques” de Barcelona son un buen ejemplo de un plan a gran escala para la reasignación de espacios originalmente destinados a carreteras y el rediseño de las calles, implementado con objetivos medioambientales y de bienestar en paralelo. Los “superbloques” de Barcelona reestructuran la ciudad en polígonos de 400 m x 400 m con vías internas cerradas a los vehículos a motor. Los “superbloques” se convierten en espacios en los que son bienvenidos modos de transporte activo (caminar, ir en bicicleta) y recreativos (Ajuntament de Barcelona, 2014[89]). Se suele denominar el sistema de los “superbloques” como “urbanismo de bajo costo” y han demostrado tener un enorme potencial para transformar el ecosistema urbano y generar beneficios a corto plazo en materia de salud, seguridad, así como sociales y medioambientales (López, Ortega y Pardo, 2020[90]). La política de aparcamiento (mediante la regulación y fijación de precios de aparcamiento) también es crucial para una reasignación de espacios públicos compatible con las metas sociales y medioambientales. En Ciudad de México, se abolieron en 2017 los requisitos mínimos de aparcamiento que obligaban a los promotores a construir un número mínimo de plazas de aparcamiento en cada proyecto y se sustituyeron por requisitos de aparcamiento máximo, como una forma de limitar el espacio asignado a los automóviles (Ciudad de México, 2017[91]). Como parte de esta reforma legal, se introdujeron también requisitos mínimos de aparcamiento para bicicletas (Guzmán, 2020[92]). Aunque en la región existen buenos ejemplos, la reasignación de los espacios de circulación y el rediseño de las calles han de implementarse a gran escala y en los distintos territorios, y darles prioridad en las estrategias ambientales.
Las políticas para optimizar la movilidad compartida (que incluye sistemas de micromovilidad y modos de transporte activo) son fundamentales para revertir la degradación de los modos de transporte activo y compartido, y para acelerar la creación de redes de transporte multimodales y sostenibles. El apoyo20 a los sistemas de micromovilidad y el uso de bicicletas compartidas, así como la expansión de servicios de microtránsito sobre demanda pueden aumentar significativamente el atractivo de alternativas sostenibles a un ritmo mucho más rápido que si se centran exclusivamente en los servicios de transporte público existentes. El desarrollo de herramientas digitales será clave para aprovechar la movilidad compartida. Las aplicaciones y tecnologías de sistema de posicionamiento global (GPS) permiten a las personas compartir vehículos (p. ej., bicicletas) y desplazamientos, y combinar modos de transporte de manera rentable. De utilizarse para este fin, estas tecnologías podrían propiciar el cambio de un sistema que requiere la posesión de un automóvil a otros en los que las personas dispongan de múltiples modos de transporte entre los cuales elegir (entre ellas vehículos eléctricos compartidos) y que puedan combinar en función de sus necesidades particulares. Cabe destacar que el incremento de la viabilidad y el atractivo de dichos modos dependerán enormemente de la reasignación de los espacios de circulación (comentada anteriormente) con el objetivo de evitar el uso de automóviles privados. Por lo tanto, la aplicación en paralelo de estas dos políticas (racionalización de la movilidad compartida y reasignación de los espacios de circulación) brinda enormes posibilidades de cambio.
Las emisiones de GEI del sector del transporte de la región en relación con el PIB son 2.2 veces más altas que en Europa y 1.3 veces más altas que en Asia, lo que significa que hay un amplio margen para aumentar la eficiencia del carbono (ECLAC, 2020[80]). Si se lograra un mayor equilibrio con el transporte ferroviario eléctrico, el rendimiento medioambiental del transporte de mercancías mejoraría, al tiempo que se incrementaría la competitividad y la flexibilidad del sector. La descarbonización del sector del transporte en la región también crearía 4 millones de nuevos empleos en las actividades de operación y mantenimiento de vehículos pesados y más de 1.5 millones en la industria de vehículos ligeros (PNUMA, 2019[93]).
La implementación de políticas transformadoras puede incrementar además la efectividad y la viabilidad de otras políticas (por ejemplo, regulación de precios del carbón y de las carreteras), lo que puede ayudar a acelerar la transición hacia sistemas que sean sostenibles por diseño. Asimismo, la electrificación del transporte será más efectiva y rápida en un sistema que no se base en la posesión y el uso de vehículos privados sino en incrementos de la participación de los distintos modos (p. ej., la micromovilidad, el transporte público) que empleen los recursos de forma más eficiente y que, como se comenta en (IPCC AR6 WGIII, 2021[94]), presente ya una mayor penetración de los vehículos eléctricos.
Las inversiones en infraestructura deberían dejar de dirigirse hacia modos de transporte basados en el uso de hidrocarburos y reorientarse hacia modos de transporte que permitan una distribución multimodal. Así, podrían alcanzarse también una reducción en los impactos negativos en los ecosistemas, una reducción de las emisiones y una mayor protección de la biodiversidad, entre otros. Las políticas transformadoras son especialmente relevantes para las ciudades pequeñas y medianas de ALC. Dado que muchas de estas ciudades todavía están creciendo, las intervenciones tempranas que abordan los círculos viciosos (Gráfico 2.18) pueden hacer que estas aglomeraciones sean sostenibles por diseño, evitando que sean intensivas en carbono y mejorando su capacidad de adaptación al clima (OECD, próximo a publicarse[95]).
La región cuenta con las condiciones para producir la base material de la movilidad eléctrica. Tres países son grandes fabricantes automotrices: Argentina, Brasil y México. La industria automovilística brasileña representa el 5% del PIB y emplea a 500 000 personas directamente y a 1.3 millones indirectamente. En México, la industria generó el 3.7% del PIB y empleó a 824 000 personas directamente en 2017. Además, tres países de la región, Argentina, Chile y Bolivia, tienen las mayores reservas de litio del mundo, y hay zonas muy bien dotadas de energía solar y eólica que permitirían generar hidrógeno a muy bajo coste. Chile y Perú también tienen grandes reservas de cobre, un metal cuya demanda es más alta para la fabricación de vehículos eléctricos que para los de motor de combustión interna (Capítulo 3) (ECLAC, 2020[80]).
Vías de recuperación desde una óptica sistémica
Centrar la recuperación del COVID-19 en estrategias bajas en carbono que establezcan las bases de una transformación sistémica podría acelerar la transición hacia sistemas de transporte basados en energías renovables capaces de reducir simultáneamente las desigualdades en materia de ingresos y también las emisiones. El sector del transporte y el sector residencial son determinantes para el consumo de energía, las emisiones y el bienestar (IDB, 2016[96]) actuales y futuros de la región, pero los paquetes de políticas de recuperación apenas se centran en ellos. Los paquetes de recuperación se han centrado principalmente en la recuperación del empleo y en compensar la pérdida de ingresos de los hogares (OECD et al., 2021[2]). Pese a que estas políticas son fundamentales para contrarrestar los efectos de la crisis del COVID-19, para avanzar se necesitan paquetes de recuperación integrales, que aborden las causas estructurales de la vulnerabilidad económica y social, así como los desafíos ya existentes en materia medioambiental.
En las siguientes tablas se clasifican en categorías las políticas del sector residencial y del sector del transporte observadas en diferentes planes nacionales de recuperación de ALC21 de acuerdo con las tres estrategias de recuperación: Reactivación, Desvinculación y Mayor Bienestar. Las tablas evalúan si las políticas del sector residencial y del transporte son compatibles con la estrategia de Mayor bienestar o si más bien sitúan a los países en sendas de desarrollo menos efectivas (Tabla 2.1 y Tabla 2.2).
Tabla 2.1. Estrategias de Reactivación, Desvinculación y Mayor Bienestar para el sector de transporte
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Transporte |
Políticas de recuperación aplicadas seleccionadas |
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Reactivación: promoción de la dependencia de los automóviles |
El objetivo se centra en impulsar el crecimiento económico, el empleo y los ingresos disponibles mediante el mantenimiento y el refuerzo de sistemas dependientes de los automóviles. Los fundamentos de la política mantienen una “visión tradicional" de la movilidad —por ejemplo, el movimiento físico y la velocidad— como indicadores centrales de rendimiento del sector. También ponen de manifiesto la creencia de que existe una correlación positiva y un círculo virtuoso entre los volúmenes de transporte y el PIB como objetivo principal de la economía. Al centrarse en la movilidad, ignoran la importancia de la proximidad entre las personas y los lugares, y se da prioridad a la movilidad en automóvil —un modo de transporte con altas emisiones y que requiere una gran cantidad de espacio—. |
Chile: Contención de los precios del queroseno, la gasolina y la bencina. Panamá: Proyectos de infraestructura centrados en la mejora y la ampliación de las autopistas. Colombia: Proyecto Concluir para terminar la construcción de 400 km en 27 proyectos viales diferentes de 23 departamentos. Construcción de 21 tramos de carreteras para la legalidad y reactivación de 18 departamentos. |
Desvinculación: promover una dependencia de los automóviles limpios |
La mentalidad se sigue centrando en “promover la movilidad para conseguir un crecimiento económico". Por lo tanto, el objetivo no es transformar los sistemas de transporte, sino descarbonizar los existentes (p. ej., los dependientes de automóviles y con una gran movilidad). Los esfuerzos de mitigación se concentran, en gran medida, en mejorar las partes (p. ej., vehículos y combustibles), al tiempo que se mantienen los sistemas actuales. Los esfuerzos se centran en mejorar la eficiencia energética y reducir la intensidad de emisión de carbonos de la flota de vehículos (en especial, vehículos privados) y los combustibles que consumen, de modo que se promueve la mejora de las tecnologías automovilísticas. Puesto que la reducción de los desplazamientos y un cambio modal de transporte no son los factores principales de mitigación de esta vía, las medidas y políticas basadas en “cambios" y en la “prevención" desempeñan un papel menos importante que aquellas basadas en “mejoras". |
Uruguay: Soluciones de movilidad eléctrica centradas principalmente en vehículos eléctricos privados. Panamá: Definición de la Estrategia Nacional de Movilidad Eléctrica. |
Mayor Bienestar: alejarse de la dependencia de los automóviles y promover vehículos no contaminantes |
La estrategia de Mayor bienestar pasa de centrarse en la movilidad a la accesibilidad sostenible, lo que abre la puerta a concebir sistemas que reduzcan significativamente las emisiones no solo reduciendo la movilidad, sino también aumentando la “proximidad" y el “acceso". Hace énfasis en revertir y erradicar la dependencia de los automóviles y, al mismo tiempo, mejorar los vehículos que siguen siendo necesarios (p. ej., los autobuses públicos). Da prioridad al uso de los espacios para modos de transporte con cero o bajas emisiones de carbono y que utilizan el espacio de manera eficiente (caminar, ir en bicicleta, micromovilidad y transporte público), además de dedicar acciones importantes a la reasignación de los espacios de circulación y, en casos en los que las políticas han dado prioridad históricamente a la construcción de infraestructuras, rediseñar las calles para el uso de vehículos. Se ofrecen incentivos para el uso de vehículos eléctricos (incluidas infraestructuras de carga) y se planifica para integrar la electrificación en el objetivo global de alejarse de un sistema basado en la posesión de vehículos privados con una baja ocupación. |
Uruguay: Programa para incrementar el uso del transporte público y los desplazamientos activos (MOVÉS). Argentina: Reforzar la Agencia de Transporte Metropolitano, ampliar la capacidad de Ecobici y reasignar el espacio de circulación de la Avenida del Libertador (Buenos Aires). México: Carril de bicicleta permanente en la avenida Insurgentes y sustitución de mototaxis por bicicletas eléctricas –Proyecto de movilidad Tláhuac (Ciudad de México) Colombia: Política Pública de la Bicicleta 2021-2039 (Bogotá). Chile: Estrategia Nacional de Movilidad Sostenible y Estrategia Nacional de Electromovilidad. |
Fuentes: (Buckle et al., 2020[97]); (OECD, 2021[70]); (Gobierno de Chile, 2021[24]); (Gobierno de Panamá, 2020[98]); (Greenpeace México, 2021[99]); (Gobierno de Buenos Aires, 2022[100]); (Alcaldía Mayor de Bogotá D.C., 2021[101]).
Dos tipos de medidas de transporte son compatibles con la estrategia de recuperación basada en la reactivación, la primera es la contención de los precios de la energía, incluidos los combustibles. Estas iniciativas incentivan el uso de automóviles y las emisiones, y agotan recursos que podrían aportar un mayor valor social y medioambiental si se utilizaran de manera diferente (Carlino et al., 2015[102]). La segunda medida observada en los planes de recuperación de Panamá y Colombia es una mayor inversión en la mejora y la ampliación de la infraestructura destinada a los vehículos (p. ej., las autopistas). Se concluyó que la estrategia de electromovilidad de Panamá era compatible con un tipo de recuperación basada en la desvinculación, pues el objetivo es electrificar entre un 10% y un 20% de los vehículos privados y solo entre un 15% y un 50% de los autobuses públicos, pero no transforma la demanda de los sistemas, al mantener la prevalencia del uso de automóviles privados sobre el transporte público eléctrico.
La Estrategia Nacional de Movilidad Sostenible de Chile se ajusta a la estrategia de recuperación basada en un Mayor Bienestar, pues trata de mejorar el uso de los recursos energéticos, el tiempo y el espacio tanto de circulación como urbano. Planifica proyectos de infraestructura para dar prioridad al transporte activo y al transporte público masivo sobre el transporte privado. Las políticas de recuperación a nivel de ciudad destacan por ser compatibles con la estrategia basada en un Mayor Bienestar. Entre estas se encuentran programas para incentivar el uso de la bicicleta, al tiempo que se mejora también la seguridad y comodidad de las calles (entre otras cosas aumentando las plazas de aparcamiento y los carriles para bicicletas), por ejemplo, en Bogotá, Santiago y Buenos Aires. En algunos casos, los carriles de bicicleta introducidos durante el COVID-19 se han convertido en carriles permanentes (Buckle et al., 2020[97]), por ejemplo en Ciudad de México con la avenida Insurgentes (Greenpeace México, 2021[99]).
Tabla 2.2. Estrategias de Reactivación, Desvinculación y Mayor Bienestar para el sector residencial
Las reformas de poco alcance son medidas puntuales y no reformas estructurales, que reducen el consumo de energía en más de un 50%.
En el caso de las viviendas pasivas, no debería superarse una demanda total de energía primaria de 120 kWh por m2 al año incluyendo todos los servicios.
Fuentes: (Buckle et al., 2020[97]); (Gobierno de Chile, 2022[103]); (Departamento Nacional de Planeación, 2021[104]); (Gobierno de Panamá, 2020[98]); (El Comercio, 2020[105]).
Respecto al sector residencial, se ha concluido que dos clases de medidas son compatibles con una recuperación basada en la reactivación: las subvenciones a los precios del gas y las ayudas o programas de vivienda de Panamá, Perú y Colombia, que no incluían ninguna consideración sobre estándares de eficiencia, ni tampoco de calidad de la vivienda, ni del entorno circundante (p. ej., la ubicación y las conexiones de modos de transporte sostenibles), lo que puede provocar fácilmente que se promueva la dispersión (Buckle et al., 2020[97]; OECD, 2021[70]). Colombia implementó un programa coherente con una estrategia de Desvinculación, centrado en identificar electrodomésticos ineficientes y ayudar a la población a sustituirlos. Panamá formuló recientemente el Reglamentación de Edificación Sostenible, cuyo objetivo es ahorrar un 15% del consumo energético en la construcción de nuevos edificios en los próximos dos años y hasta un 20% en años posteriores. Se concluyó que ninguna política de recuperación era compatible con la estrategia basada en un mayor bienestar.
En general, sería pertinente que se analizasen las políticas de recuperación de la región desde una perspectiva sistémica. En algunos casos, se encontró que un mismo país aplicaba medidas de recuperación compatibles con diferentes estrategias. Existe el riesgo de que las inversiones provoquen incoherencias políticas y conflictos entre diferentes objetivos no compatibles con un modelo sostenible e inclusivo. Las estrategias de recuperación que se presentan aquí pueden servir de guía para que los países se replanteen las políticas incluidas en sus paquetes de recuperación y rediseñen estrategias que aborden simultáneamente cuestiones sociales, económicas y medioambientales. Si se conciben de forma sistémica, las inversiones en los sistemas de transporte y urbanos podrían influir de manera significativa en la mejora del bienestar, contribuyendo al mismo tiempo a los objetivos climáticos colectivos de largo plazo.
Principales mensajes en materia de políticas
La transición verde es un desafío estructural que ALC tendrá que afrontar eventualmente. El incremento de las emisiones procedentes de esta región y el desproporcionado efecto que tiene el cambio climático en ella y en los grupos más vulnerables son una prueba de la urgencia de abordar una transición verde y justa. Al mismo tiempo, ALC está mejor posicionada que otras regiones del mundo para adoptar un modelo económico más sostenible e inclusivo, dada la riqueza de la biodiversidad y el potencial de las energías renovables.
El contexto pos-COVID19 brinda una oportunidad para que los gobiernos armonicen los objetivos de la recuperación con los de la transición verde, mirando más allá del PIB y dando prioridad al bienestar de ALC. Una transición verdaderamente justa debería contribuir a cerrar brechas sociales que caracterizan esta región y a que no surjan otras nuevas. Un enfoque sistémico debería orientar políticas de mitigación y adaptación activas que podrían contribuir a reducir las desigualdades entre países, grupos socioeconómicos, territorios, generaciones y géneros. En este sentido, la articulación de las políticas preventivas de cambio climático y gestión de riesgos junto con los sistemas de protección social universales, integrales, resilientes y sostenibles es clave para un enfoque sistémico y multidimensional.
Los gobiernos deberían centrarse en revertir dinámicas insostenibles y transformar territorios en sistemas que, por su funcionamiento, permitan una sociedad sostenible y justa. Con un enfoque sistémico, los gobiernos podrían fomentar diferentes tendencias, rediseñando sistemas capaces de mejorar el bienestar de la gente y que demanden menos energía, de modo que produzcan menos emisiones y que transformen en sinergias los costos entre objetivos de bienestar y objetivos medioambientales.
Recuadro 2.1. Principales mensajes en materia de políticas
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Adoptar una estrategia de recuperación basada en bajas emisiones y centrada en el bienestar de ALC. Usar lecciones aprendidas de las estrategias de recuperación para reorientar las decisiones en materia de políticas públicas hacia la mejora del bienestar de los ciudadanos y avanzar en la consecución de políticas transformadoras. El camino hacia un nivel de cero emisiones no debería limitarse a seguir las estrategias de mitigación y adaptación de otra región, sino que debería ser el resultado de un análisis integral sobre cómo conseguir una transición verde y justa teniendo en cuenta las particularidades de ALC y sus subregiones.
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Promover un enfoque sistémico para volver a dar prioridad a la acción por el clima a fin de mejorar el funcionamiento de los sistemas en lugar de centrarse en mejorar sus partes (p. ej., más carreteras para el uso de automóviles privados) mientras se mantienen sistemas insostenibles (p. ej., territorios dependientes de automóviles privados). Algunas medidas relevantes son: diseñar e implementar políticas sobre el clima, el transporte y uso del suelo centradas en revertir la dinámica de sistemas insostenibles que subyace a la dependencia de los automóviles (p. ej., la demanda inducida, la dispersión urbana y el deterioro de modos activos). Las estrategias climáticas que se centran en mejorar solo partes específicas no logran dicho objetivo y, por lo tanto, resultan ineficaces para reducir las emisiones a la velocidad y en la medida necesarias.
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Incluir la dimensión ambiental en la currícula educativa para sensibilizar a las generaciones futuras.
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Generar e invertir en tecnologías de datos e información fiable para evaluar mejor la complejidad de las políticas de mitigación y adaptación. Esto, con el fin de garantizar una implementación correcta y coherencia entre las políticas a corto y largo plazo, diseñar estrategias sistémicas de descarbonización sostenible, que aborden las singularidades de cada subregión y país de ALC. De este modo, se obtendrán programas específicos que incluyan soluciones adaptadas para reducir las emisiones de GEI (p. ej., transporte, electricidad, agricultura y ganadería), además de avanzar en medidas de adaptación integrales y transversales que conecten las necesidades locales con compromisos globales.
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Fortalecer y promover más medidas de preparación ante los riesgos climáticos y sistemas de detección temprana de múltiples riesgos, en especial en el Caribe. Obtener apoyo de la comunidad internacional, científica y tecnológica es esencial para reforzar estos sistemas.
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Identificar las necesidades y las características de las comunidades y las zonas geográficas más expuestas a los efectos negativos del cambio climático como base para reforzar la resiliencia climática. Crear mapas y repositorios de riesgos climáticos, compartidos por todas las partes interesadas pertinentes, resulta esencial para obtener la información necesaria para formular medidas de adaptación al cambio climático y darles prioridad. Estas medidas pueden ayudar a reducir la exposición a riesgos de los grupos más vulnerables al cambio climático (p. ej., las mujeres de las zonas rurales).
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Identificar las particularidades y los desafíos de la creciente urbanización en ALC para diseñar ciudades más justas, resilientes y verdes. Una economía más verde debería reducir la contaminación urbana (en particular, la contaminación del aire) y la exposición de los grupos más vulnerables a sus nocivos impactos en la salud. La inversión en infraestructura para una distribución multimodal del transporte y el diseño de ciudades sostenibles y resilientes debería contribuir a reducir la erosión costera y gestionar ecosistemas costeros frágiles para proporcionar soluciones basadas en la naturaleza contra los impactos de los riesgos climáticos (p. ej., las inundaciones en la costa, los huracanes, el aumento del nivel del mar), en especial en el Caribe.
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Notas
← 1. Según la definición del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), la “mitigación” consiste en esfuerzos por parte de la población para reducir las fuentes de GEI, mientras que “adaptación” se refiere al proceso de ajuste a los efectos reales o previstos del cambio climático (IPCC, 2014[106]).
← 2. Cuando se han utilizado las emisiones históricas de GEI de Climate Watch (2022[14]), se ha elegido como fuente de datos la Climate Analysis Indicators Tool (CAIT). El conjunto de datos de la CAIT es el más completo de Climate Watch e incluye todos los sectores y gases. Para enfatizar la comparabilidad de los datos entre diferentes países, no se utilizan las cifras oficiales de los países comunicadas a la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático. Los datos históricos de emisiones de GEI de Climate Watch se han extraído de varias fuentes. La fuente original de los indicadores sobre cambio del uso del suelo y la silvicultura o agricultura es la publicación de las emisiones de FAOSTAT (2022[12]), de la FAO. En el caso de los datos sobre combustibles fósiles, la fuente es OCDE/AIE (2021[13]), GHG Emissions from Fuel Combustion.
← 3. Sudamérica incluye datos de Argentina, Brasil, Bolivia, Chile, Colombia, Ecuador, Paraguay, Perú, Uruguay y Venezuela. América Central incluye datos de Costa Rica, El Salvador, Guatemala, Honduras, México, Nicaragua y Panamá. La región del Caribe incluye datos de Antigua y Barbuda, Bahamas, Barbados, Belice, Cuba, Dominica, República Dominicana, Granada, la Guyana, Haití, Jamaica, San Cristóbal y Nieves, Santa Lucía, San Vicente y las Granadinas, Surinam y Trinidad y Tobago.
← 4. Véase la nota 2.
← 5. Emisiones de GEI excluyendo las procedentes del cambio del uso del suelo y la silvicultura, para garantizar mayor exactitud en las comparaciones.
← 6. Véase la nota 2.
← 7. Véase la nota 2.
← 8. Véase la nota 2.
← 9. Véase la nota 2.
← 10. Los países de América Latina y el Caribe clasificados como los 50 más vulnerables entre 2000 y 2019 fueron: Bolivia (25), Colombia (38), Dominica (11), República Dominicana (50), El Salvador (28), Granada (24), Guatemala (16), Haití (3), Honduras (44), Nicaragua (35), Puerto Rico (1), Las Bahamas (6), San Vicente y las Granadinas (48) (Germanwatch, 2021[26]).
← 11. Véase la nota 10.
← 12. Como argumentan (Buckle et al., 2020[97]) aunque el crecimiento económico (expresado en términos de PIB) puede estar relacionado con el bienestar en ciertos aspectos, dicha relación también puede ser inexistente o negativa en otros sentidos. Tomar el crecimiento del PIB como indicador de éxito ha dado lugar a sistemas con una alta demanda de energía y materiales que no necesariamente ofrecen un gran bienestar y que aumentan las dificultades para descarbonizar a la escala y el ritmo necesarios. Por este motivo, la vía de desarrollo que se basa en una mayor senda de crecimiento del PIB no necesariamente coincide con la senda de mayor bienestar.
← 13. El término “innovación en sistemas” se acuñó hace unos 20 años y se puede definir como la aplicación de un enfoque sistémico para resolver problemas del mundo real.
← 14. Varias capitales latinoamericanas se sitúan entre las más congestionadas del mundo en las clasificaciones internacionales (ITF, 2020[85]).
← 15. El número de personas accesibles en 30 minutos es una variable de aproximación al número de oportunidades accesibles en 30 minutos.
← 16. Mientras el 47% de los hogares ricos poseen al menos un automóvil, solo un 8% de las familias de bajos ingresos tienen uno (Daude et al., 2017[108]).
← 17. Cerca de un 80% del espacio público de las ciudades se dedica al uso de automóviles según (Mc Arthur et al., 2022[107]).
← 18. Más recientemente, Ciudad de México, Santiago y Lima, entre otras, han intentado volver a regular el transporte público y ampliar los servicios, en especial mediante la introducción de sistemas de autobuses de tránsito rápido, y han surgido iniciativas para aumentar los modos de transporte activo en la región. Si bien son importantes, estos esfuerzos no han podido contrarrestar el crecimiento de la propiedad de automóviles y de su uso. Uno de los motivos de dicho crecimiento es que “luchan” contra las dinámicas insostenibles que se describen en el Gráfico 2.18 y el Gráfico 2.19, y que se explican en esta sección.
← 19. La bibliografía sobre políticas de transporte indica que la contribución de los sistemas de transporte al bienestar de las personas reside en ofrecer accesibilidad, es decir, permitir acceder fácilmente a oportunidades y lugares de interés (p. ej., empleos, consumo, ocio o servicios de salud). En cambio, la mayoría de los sistemas de transporte se centran actualmente en facilitar la movilidad, lo que da lugar a territorios dispersos y dependientes de los automóviles como los que se describen en esta sección. Para obtener más información sobre este tema, véase el Capítulo 2 del informe Transport strategies for net-zero systems by design (Estrategias de transporte para sistemas con cero emisiones netas por diseño) (OECD, 2021[70]).
← 20. Las suscripciones de transporte integrados podrían facilitar el uso de opciones disponibles y también la concesión de subsidios a hogares con bajos ingresos, si fueran necesarias. Los subsidios también pueden fomentar la movilidad compartida en zonas en las que los servicios privados a demanda puedan reportar beneficios sociales y medioambientales, pero tal vez no resulten rentables para el sector privado. Las ayudas para la invención de nuevos vehículos (p. ej., para innovar en micromovilidad) y la ampliación de servicios de desplazamiento multipropósito (p. ej., bicicletas eléctricas para transporte, bicicletas eléctricas con sillas para bebés, bicicletas para niños) también podrían contribuir a aumentar el atractivo de la movilidad sostenible y compartida.
← 21. Se examinaron los paquetes nacionales de recuperación de Chile (Chile Apoya), Colombia (Nuevo Compromiso por el Futuro de Colombia), Panamá (Plan para la Recuperación Económica) y Perú (Arranca Perú). También se examinaron individualmente las políticas residenciales y de transporte de ciudades como Buenos Aires (Argentina), Bogotá (Colombia) y Ciudad de México (México).